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Salí a dar una vuelta!
A viagem de Fabian Barrio na América inicia pela Argentina, mais especificamente em Buenos Aires, quando esteve em março deste ano. Seus relatos são cheios de detalhes e lembranças sensíveis da infância e adolescência. Não tem como se emocionar com as passagens.

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Tras practicamente nueve meses dando tumbos por Asia, Buenos Aires ha resultado ser un estupendo lugar de vacaciones y una fabulosa cura de desintoxicación ambiental. Me siento aquí como en casa, de hecho me recuerda mucho a la Lisboa de mi infancia: ligeramente caótica, de grandes avenidas despejadas, tórrida, multiracial, tradicional, abigarrada, solemne, monumental, trepidante, y con un delicioso runrún de cosa antigua y valiosa. Cambian los fados por los tangos, pero es una cuestión de consonantes, la verdad. Mis vacaciones están llegando ahora a su fin, y la página vuelve a tener vida.
Cementerios
Siempre me han gustado los cementerios. Cuando era niño, nos mudamos a una casa al lado de un cementerio solemne y de tapias cubiertas de musgo, en el brumoso Padrón. La casa tenía todos los ingredientes para amargar la infancia a cualquiera -en la planta baja había una bodega que apestaba a vinazo, las ventanas de atrás daban a una pocilga de jabalíes que gruñían y olían a caca, la calle era anodina y gris, el barrio sin vida, teníamos un salón sólo para visitas al que no se podía entrar y no había calefacción central-, y sin embargo en ella pasé momentos muy felices, tal vez porque en aquella época no sabía nada de la vida.
En mis paseos por Buenos Aires a la espera de que llegue mi moto en un buque de carga desde Asia, me topé con La Recoleta, un lugar ambivalente en el que la eclosión de vida de los parques y jardines se encuentra de frente con un delicioso cementerio de tapias blancas, que como casi todas las cosas en Buenos Aires, es un espectáculo en si mismo. Los turistas se pasean entre las tumbas con un plano en la mano, y deambulan por las estrechas calles manadas de muchachitas góticas haciéndose fotos con las estatuas de las parcas. Dentro de los mausoleos, se pueden ver los ataúdes al aire, y en algunos de ellos el calor y la humedad han reventado la madera y se asoman las cajas interiores de hierro galvanizado pudriéndose al sol.
Corrientes
La palidez del amanecer empieza a despuntar tras la figura ascética del Obelisco, que recuerda vagamente a la silueta envarada de un personaje del Greco recortada ante nubes pálidas. Apenas hay tráfico a esta hora de la madrugada. Cinco o seis niños duermen, trémulos, sobre las rejillas de ventilación del metro, que resoplan sobre sus cuerpos vaharadas de aliento caliente y seco semejante al bufido de una fiera mansa y muy grande oculta en las entrañas de la tierra. Los enormes anuncios de neón parpadean iluminando el cruce con tonalidades engañosamente atractivas. La cornisa de un edificio está ocupada por una banda azul que brilla con gran intensidad dando los titulares del día. Un inmenso cartel de McDonalds preside todo, observando con indiferencia el enorme cruce de calles. Hay otra decena de cuerpos diseminados como hojarasca por el suelo durmiendo sin ton ni son alrededor del Obelisco. Su ropa es ocre, gastada, bajo la cabeza han puesto sus macutos como almohadas y se han hecho un ovillo de tal forma que no puedes distinguir sus caras morenas. Parecen los despojos de una fiesta de muertos vivientes.
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Este relato é assinado por Fabian. Ele, que é espanhol, esteve em Mar del Plata , visitando fazenda da família. Ao contar a história da família, conta a de Mardel, e vice-versa!
Confira um trecho do relato!
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Imaginemos ahora a una mujer sola, cuidando de dos niños que apenas levantan un palmo del suelo. Estamos en el 1929. Galicia. Los eucaliptos todavía no han inundado con sus rectilíneas y malignas formas las lomas suaves de esta tierra humilde y castigada: en cambio, enormes bosques de robles cubren suavemente el manto verde de la tierra húmeda. Un manto de miseria se cernía sobre la negra sombra de los campos. La mujer es una viuda de un vivo: su marido emigró hace ya un par de años a Argentina, y ella subsiste de lo que consigue arañar a la tierra: unas patatas anémicas, unas acelgas, el huevo raquítico de una gallina. El hueso de una pata de cerdo, usado ya decenas de veces, pende del hogar de granito: con él se da gusto al caldo de patatas y castañas. Llueve eternamente y los jirones de bruma se enredan en las zarzas y las retamas. La gente cuchichea sobre meigas y bichas con cuerpo de buey y cara de difunto que se descuelgan por el hueco de la chimenea. En los senderos tenebrosos de piedras gastadas camina por las noches la Santa Compaña entre la niebla: las ánimas de los difuntos errando de noche sin hallar paz del camposanto a la plaza del pueblo. Los días se suceden plúmbeos, gélidos, opacos, grises, idénticos, míseros. Esta mujer lucha a solas con la vida y con los elementos. Ara con sus propias manos los campos helados, recoge de los caminos enormes plastas humeantes de vaca que emplea para sellar el horno del pan. Se suceden las estaciones inmisericordes: hay que podar las viñas, desgranar el maíz, remover la tierra negra bajo el enorme cielo encapotado para recolectar las patatas, zarandear los perales para que caigan las frutas maduras antes de que se las coman los pájaros. Es el tiempo inmisericorde el que decide la vida de esa mujer. Humilde, sepultada en vida en una pequeña casa de piedra, escuchando todas las noches el ulular del viento en las copas de los castaños y el bramar de la lluvia sobre la teja roja del tejado. Esa mujer era mi bisabuela.

Al otro lado del océano, a escasos veinte kilómetros de Mar del Plata, el sol radiante iluminaba las paredes blancas de El Boquerón, la impresionante hacienda de la familia Anchorena. Un inmaculado cielo azul estallaba como un rayo cegador sobre el mar opalíneo. Corredores de mecedoras, amplias terrazas iluminadas por un sol rabioso y radiante, árboles centenarios decorando con sombras espesas el césped inmaculado, perros lanudos de exótico perfil jadeando bajo los palos rossos, arcadas infinitas, techos repujados, y un Rolls Royce encerado reposando en la cochera. Ercilia Cabral Hunter, conocida como Ercilia de Anchorena, la mujer de la casa, gobernaba junto a su marido Enrique los centenares de ubérrimas hectáreas que rodeaban el imponente caserón. El Boquerón, fundado sobre los cimientos de la estancia Ituzaingó, una casaza construida a mediados del siglo XIX por Eusebio Zubiaurre, era un hervidero de actividad: piscina y solarium, cancha de golf con nueve hoyos, casita de té, y enormes miradores que, si bien no dejaban ver el mar, permitían adivinar su reverbero en el horizonte del lado este. La casa requería personal constantemente, la mano de obra fresca llegaba todos los meses al puerto de Mar del Plata y era contrarada allí mismo.

Última edição por Dolor; 08-01-12 às 20:25.
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USHUAIA
Leia trecho da passagem pelo Fim do Mundo, Ushuaia! Foi em 13 de abril de 2011!
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Ushuaia. Al final de la Tierra de Fuego. Tras una recta de más de tres mil kilómetros vacíos. Al otro lado del Estrecho de Magallanes. Más al Sur hay enormes banquisas de hielo, un mar ingobernable, el Cabo de Hornos, la Antártida, ya se acabó la fiesta, no hay nada.
Quiero dedicar esta foto a todos aquellos que no creyeron en mi. Aquellos que en los foros apostaron porque no llegaría más allá de Zaragoza. Los que opinaron que no estaba preparado y despectivamente dijeron que no lo lograría. Los que criticaron mi flequillo de niño pijo, mi acento de locutor de los años setenta, mi falta de experiencia y de conocimientos. Ellos, en algún momento, espolearon mi orgullo para que continuara este viaje así que, de algun modo, también son responsables de que esté hoy aquí.
Esta foto sólo demuestra una cosa: que cualquier pobre pendejo inflamado por una ilusión loca puede llegar a donde se proponga. Creedme, la única meta está en nosotros mismos. Tardarás más o menos, pero lo vas a conseguir si lo deseas con suficiente fuerza. Si tu espuela es tu voluntad, tu tesón y tu determinación, nada ni nadie pueden ser obstáculo en el camino de tus sueños.
Bueno, pues ya he llegado al fin del Mundo.
Ahora me toca regresar.
¿Me acompañas?
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Neste texto ele resume a passagem pela Argentina. Vale a pena!

La mañana se desperezó suavemente sobre Buenos Aires. Me había prometido salir lo antes posible, pero conseguir un seguro de moto resultó ser una tarea ligeramente más compleja de lo que esperaba. Ya se sabe, Argentina: Colas, mate, calma chicha, gente que no se sabe muy bien qué quiere o qué hace, vaya a esta ventanilla de acá, lleve el recibo al Pagofácil, el sistema no funsiona, capaz mañana.
La muchacha de la agencia se apiadó de mi todo lo que pudo, pero se vio en la obligación de aplazar poco a poco la emisión de la póliza por diversos motivos burocráticos -la gente que tenía que darle la cotización se había ido a hacer algo a alguna parte-. Se acercó la hora de comer, así que bajé a un McDonald’s algo enfurruñado: Buenos Aires estaba resultando ser ligeramente pegajoso. Por fin, a las tres de la tarde emergió de las entrañas de la agencia de seguros un muchachillo de barba rala y aspecto infinitesimal, y me entregó una bolsa con los tan ansiados papeles. Se la arrebaté de las manos como un corredor de relevos y salí atropelladamente a la calle. Fefa se portó: un par de ronroneos, un par de saltos, como desperezándose después de un período tan largo de inactividad. La caspa de la ciudad se sucedió durante unos cincuenta kilómetros, y dio paso a llanuras con leves lomas verdes que se repetían suavemente a ambos lados de la autopista. La noche emergió de la nada a la altura de un pueblito roñoso de casitas bajas agonizantes llamado Dolores. La propietaria de un pequeño hotelito me indicó amablemente cómo ir al único restaurante del pueblo, que acogía a la flor y nata de la región: un par de abuelos encopetados, una pareja furtiva de maduriles señorones devorando un arroz de mariscos, una señora escuálida picando como un ave zancuda un platito de ensalada.

A la mañana siguiente decidí emplear la jornada en encontrar el rancho que acogió a mis bisabuelos cuando emigraron a Mar del Plata, a principios del siglo XX. El paisaje persistía: lomas suaves, aterciopeladas, una carretera rectilínea obedeciendo ductilmente las suaves inclinaciones del terrero. El día estaba hermoso: un calor débil oreaba los campos y una tremolina brisa desperezaba timidamente las copas de los árboles y desprendía sus primeras hojas muertas como quien deshoja una margarita. Al borde de la carretera, asistía al espectáculo de la infancia de las afueras de una gran ciudad: niños de polvo jugando a arrastrarse sobre neumáticos grandes y gastados, haciendo los recados, caminando en pony por la vereda. Aparecieron las primeras capillitas en honor al Gauchito Gil, una especie de santo de las carreteras al que se tiene ciega devoción, y al que se erigen casetitas de hojalata pintadas de rojo donde se ofrece tabaco, vino y moneditas. Al llegar a Mar del Plata y comprobar que era una ciudad grande y abastecida, la paranoia que llevo arrastrando desde hace ya varios días me hizo pararme en una casa de recambios e improvisar un pit-stop de fin de jornada: Fefa llevaba con el mismo filtro de aceite desde Rusia y con el mismo lubricante desde Pakistán, así que le di un mimo que la dejó como nueva: Ella me lo agradeció encabritándose suavemente. Dormimos en un hotel carísimo a dos cuadras de la deliciosa costanera. Mar del Plata es una hermosa ciudad balnearia de avenidas rectilíneas, grandes espacios ajardinados, edificios altos y coquetos. Tiene el encanto decadente de Buenos Aires sin asfixiar tanto como él. Preside la ciudad una bella bahía dorada que desparrama arena muy fina al Atlántico.

La Patagonia apareció después. Y el viento. Era tal su furia, que el depósito de Fefa se vació cien kilómetros antes de lo previsto por luchar contra su fuerza indómita, y tuve que dejarla en el arcén para ir a por gasolina subido a un camión conducido por un tano: hijo de emigrantes italianos. Al principio, las suaves lomas que me habían acompañado tímidamente me fueron abandonando, y dieron paso a una vasta extensión de planicie que se fue despojando de arbustos hasta que unicamente los rastrojos parecieron ocupar el mundo entero. La carretera dejó de regalarme las suaves curvas, y poco a poco las rectas empezaron a hacerse interminables. Como una última burla, se presentó al atardecer a la izquierda de la carretera un encantador pueblito fantasma: Las Grutas. Un frío glacial ululaba por sus calles desiertas. Había llegado como un manto gris el fin de la estación turística. Los negocios estaban todos cerrados, apenas subsistían un pequeño hotelito austero y sucio en el que me alojé, una confitería donde me atiborré de alfajores, un restaurante del que yo era el único cliente, y una desconcertante tienda de ropa india para perroflautas. El hotel -que parecía sacado de una mezcla de Cuéntame y El Resplandor- era más caro incluso que el de Mar del Plata: poco a poco me fui dando cuenta de que la hostelería, a medida que descendía al Gran Sur, se iba haciendo más y más cara y de peor calidad. Al día siguiente aparecieron los primeros guanacos, de aspecto entre aristocrático y bobalicón. Se acercaban a la carretera y me miraban pasar, desconcertados, rumiando y cavilando sus penas, observándome impasibles con sus grandes ojos como lagunas. Si les pitaba, enloquecían de repente y salían huyendo, dando grandes zancadas dignas de un atleta. Un pequeño armadillo me vio pasar con gran indiferencia. Dos fabulosas liebres patagónicas del tamaño de un niño se quedaron atrás hociqueando y observando a su alrededor como una pareja de ancianas miopes y puntillosas. Y entonces apareció la Península Valdés. Era tal la variedad de fauna que iba encontrándome -incluso una horrible tarántula hizo dramático acto de presencia en la casita de información turística a la entrada de la península-, que llegué a creerme que realmente vería los prometidos leones marinos, pero no fue así. Pernocté en el pequeño pueblo de Puerto Pirámide, un lugar -según me explicaría un hombre ocioso en un restaurante días después- “donde no hay nada pero hay que ir a verlo”. En la Península Valdés tuve mi primer encuentro con el ripio, un tipo de carretera absurda hecha de tierra prensada y una fina y peligrosa capa de talco que hace deslizarse la moto como si patinara sobre hielo. A mi entender, si no hicieran carretera darían un mejor servicio que con el famoso ripio.
Continué entonces descendiendo hacia el sur. Los pícaros ñandúes hicieron entonces compañía a los guanacos. Eran como grandes pelotas de pluma encaramadas a dos pértigas que, subitamente, se deshacían como pompones enloquecidos cuando pasaba cerca de ellos. Puerto Pirámide dio paso al fétido Puerto Madryn, Puerto Madryn a Comodoro Rivadavia y Comodoro a Puerto San Julian. En el GPS me sedujo el nombre de un hotel: La casita de Kitty. Resultó ser una modesta pensión no lejos de la única gran calle del pueblo: cuando la recorría en la gélida noche buscando algun lugar donde cenar, se fue la luz en toda la localidad, dando paso a una miríada de estrellas que guiñaban sus ojitos diamantíneos, traviesas. La calle fue tomada por jóvenes con exceso de testosterona que hacían carreras desesperadas en coches paupérrimos tuneados con lo que encontraban más a mano. Los entendí.
El otoño por fin me alcanzó en Río Gallegos, a punto de cruzar a Tierra de Fuego. Asomé mi cabeza despeinada por la ventana del fúnebre hotel en el que me alojaba, y descubrí unos enormes nubarrones grises que se cernían sobre el asfalto. Di gas y los dejé atrás: una enorme corona azul se divisaba a lo lejos, al final de la interminable recta. Tras muchos minutos, la corona fue agrandándose, y finalmente un destello vaporoso de sol me cegó: había ganado a la borrasca. Sin embargo, por fin me dio caza en cuanto entré en Chile, tras dejar atrás el Estrecho de Magallanes.
En ese momento, cayó una importante tromba sobre mi. Atardecía, el frío era atroz y la carretera un barrizal infame. Logré culear hasta un albergue delicioso regentado por una señora agradabilísima, que me cobró lo que le dio la gana por una merecida ducha hirviente y una cena deliciosa, algo que yo admití sin rechistar, al fin y al cabo esa mujer había arrastrado al medio de la nada cada tablón y cada pieza de mobiliario que había allí, algo digno de admiración. La mujer -que lo dejó todo por amor treinta años atrás y se fue a vivir a Ninguna Parte con su marido- subsiste con un generador eléctrico en precario equilibrio con el Cosmos, preparando salsas deliciosas y bocadillos exquisitos.

Al día siguiente amaneció nevando. Una fina capa de escarcha cubría el colorido dibujo pakistaní del depósito de gasolina de Fefa. Decidí arrebujarme tímidamente en la habitación a ver películas que me había descargado ilegalmente a mi ordenador empleando para ello páginas en las que se ofrecen, vulnerando la ley, listados de material protegido por derechos de autor. Cuando al día siguiente despuntó un sol muy tímido entre inmensos nubarrones grises, di por fin el salto entre montañas y bosques, lagos y majestuosas curvas, al Fin del Mundo: Ushuaia.

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Patagônia

Desolación. Una inmensa planicie de color pardo salpicada de matojos de aspecto lúgubre como despojos de una batalla. Sobre mi cabeza, una infinita capa de nubes que asemeja una lámina de acero galvanizado repujada descuidadamente con un martillo. Rezo porque aparezca en la distancia una casa, una montaña, un árbol, algo que distraiga mis sentidos aturdidos. Pero no. Pasan cien kilómetros por debajo de mis neumáticos sin más novedad que alguna manada de guanacos despistados, que levantan la cabeza a mi paso y se quedan rumiando, observándome con curiosidad. Al final de la nada, al otro lado de la recta interminable, parece entonces distinguirse una mancha, un borrón, un elemento alienígena en este territorio ignoto. Devoro kilómetros para alcanzarlo, hasta que por fin identifico una antena de telefonía, sobria y enjuta como un asceta. Y entonces, el mundo vuelve a ser igual, una inmensa nada. Aparece, como un espejismo, sin avisar, un lago seco. Su superficie completamente lisa de color pardo es como una broma irónica. Hay minúsculas hierbas amarillas que se orean debilmente, y pequeños matojos de color verde oliva que parecen jirones de ropas de cadáveres. Hay matas de color negruzco, cansadas de luchar con los elementos. Bajo ellas, una capa uniforme ocre de polvo muy fino alisado pacientemente por el viento.
Ese viento que sopla tan fuerte. No sé distinguir en qué sentido, para mi que sopla en todos, me zarandea con furia. Los camiones pasan a gran velocidad y generan un enorme efecto de succión, la moto se balancea hacia los lados brutalmente. Los camioneros siempre saludan, siempre hacen luces, siempre veo sus manitas a través del cristal, como disculpándose de antemano por la bofetada de aire que me van a propinar. A ambos lados de la carretera, cada veinte kilómetros, alguien ha construido una casita de chapa pintada de rojo furioso y cegador que contrasta con los colores apagados del entorno como una amapola entre el centeno: los hogares a pie de asfalto del Gauchito Gil. Están rodeados de una decena de banderitas rojas, que se agitan con fiereza y hacen un ruido ensordecedor, braman al viento como evangelistas locos.
Incluso el olor es neutro, Patagonia no huele a nada durante centenares de kilómetros. Sólo muy de tarde en tarde me abofetea el aroma casi químico de las mofetas y el hedor de un guanaco en descomposición. Los hay a miles: secos como momias, con el leñoso carcaj de su tórax toscamente cubierto por su piel carcomida por el sol, con una mueca vacua y desesperada en su calavera puntiaguda. Los hay recién atropellados, con sus tripas brillantes esparcidas varios metros sobre el asfalto, un borrón escarlata diseminado sobre el gris oscuro del pavimento. A su lado, siguen pastando como si nada hubiera ocurrido los demás miembros de la manada. Más al sur aparecen ocas grisáceas de un tamaño colosal, que levantan vuelo espantadas a mi paso, graznando aterradas, con las dimensiones de un ave prehistórica. Pequeños grupos de ñandúes también se asustan de mi: Son como pelotas de algodón gris que se deshacen en briznas cuando corren por la planicie. Encaramados a dos pértigas descoyuntadas de aspecto débil, con su cabecita absurda y pelada, pequeña como una pelotita de estaño, son los payasos de la pampa. Hay además unas avecillas absurdas, diminutas, de andar presuroso, de color gris perla, con un penachito coqueto sobre su calva, que me recuerdan a decrépitas cantantes de ópera de segunda fila. Pasan corriendo sobre el asfalto como oficinistas atareadas que llegan tarde a una importante cita. Muy de tarde en tarde, levantan vuelo bandadas de pequeñísimos pajaritos blancos como borrones de sal esparcidos sobre la planicie. En medio de tal desolación, me asombra que exista vida. Me asombra que el hombre haya luchado para domesticar a los elementos, que esta carretera discurra tan recta y tan perfecta por la inmensidad vacía. Me asombra que un rosario de ciudades y poblachos de cuatro casas sigan subsistiendo tan al sur, que haya gente dispuesta a sobrevivir en ninguna parte, con la ùnica compañía del bramar del viento.
Los elementos están a flor de piel. Nunca antes había visto nacer una borrasca sobre mi cabeza, no había visto cómo cambian de forma las nubes ante mis ojos. No había huído de un manto de nubes para alcanzar de nuevo el sol. Cuando una débil brizna de vapor se interpone entre el sol y la planicie, la temperatura desciende brutalmente quince grados y el paisaje se hace más gris e inhóspito y desolado. Entonces acelero para encontrarme de nuevo con los rayos generosos, que tiñen a Patagonia de una luz dorada y dulce como una cucharada de miel. El cielo es un espectáculo: parece que las nubes no pueden crear más formas ya, todas las formas caben en esa inmensidad: copitos de algodón de forma humana, violentos jirones de vapor del tamaño de planetas, lascas perfectamente ordenadas de acero superpuestas hasta más allá de lo que puede alcanzar la comprensión, borbotones ciclópeos como explosiones volcánicas, burbujas de aire mariposeando hacia la estratosfera, columnas de bruma oscura como dedos desesperados clamando justicia.
Acelero. Es fácil llegar a ciento cuarenta. Las ruedas se van quedando atrás hechas briznas de goma sobre el asfalto inmisericorde. Me estoy vaciando, Patagonia es capaz de vaciar de pensamientos el cerebro, y al cabo de las horas de soledad, sólo queda en mi interior una vaga intención de seguir siempre adelante, y en mis retinas la débil sombra de alguna loma roma ocasional. Me siento muy feliz, como un niño pequeño despojado de todas las preocupaciones. Es una felicidad primitiva y casi animal, pero indudablemente intensa.
Y, entonces, la moto falló.
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Galería y webcast: Valparaíso, el bohemio - 3 de maio
Valparaíso se desmorona sobre el Pacífico como un termitero populoso y multicolor. Los bohemios parecen compartir una broma privada y se sientan a la puerta de sus casas de chapa para ver pasar a los turistas y observar su reacción: somos nosotros los bichos de este zoológico humano, y no ellos. No entiendo cómo es posible que toda la ciudad permanezca colgada de sus colinas con nombres sugerentes y evocadores -Cerro Prisión, Cerro Placeres, Cerro Recreo, Cerro Bellavista, Cerro Arrayán o Cerro Mariposas-. Su laberinto de calles atrapa y conmueve, sorprende y aturde: Es muy fácil perderse un día entero en Valparaíso simplemente dejándose sorprender por las miles de paredes pintadas con animales mitológicos, rostros aullando, muñecas glotonas, mariposas retorcidas, flores imposibles e insectos preñados. No obstante, no nos dejemos engañar: aunque la ciudad mesmeriza por su belleza sobrenatural desparramada sobre las colinas que contemplan el océano, sus calles apestan a orines y sus casas, que desde lejos parecen el adorno de un pastel, son en realidad chabolas de chapa en su mayoría.
Chile no me está atrayendo. Santiago es una urbe excesivamente organizada, estadounidense casi, aséptica y mortecina, eficaz pero sin alma. El resto del país permanece oculto por una carretera demasiado buena para ser obviada, y que atraviesa su espina dorsal sin apenas un respiro. Pero Valparaíso enamora, vaya que si enamora. Enamoran su quietud provinciana, sus ascensores vetustos, su runrún quedo por el que no pasa el tiempo, su puerto bullicioso, su sol radiante, sus miradores eternos y, sobre todo, la mirada esquiva, en cada esquina, de sus monstruos de colores.
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La espina dorsal de Sudamérica

De Bariloche guardo algunos recuerdos bonitos y uno malo: Mis supergafas de patillas de carbono indestructible compradas a precio de órgano humano desaparecieron de la mesa del restaurante donde me había comido unos maravillosos tallarines con tuco, y las perdí de vista para siempre. Como soy incapaz de caminar tres pasos sin unas gafas de sol, me acerqué a un tipo que vendía falsificaciones de Ray-Ban en una esquina.
- ¿Cuánto cuestan?
- Quin… veintisinco- contestó el granuja.
- Quinveintisinco, vale, adiós- respondí dando un portazo verbal.
En Belén, Argentina norte.
Día 356 de viaje. 23ºC. Leyendo Las nieves del Kilimajaro, de Ernest Hemingway

Al día siguiente, por una ruta que me había sugerido Javier, un amable lector de la página, atravesé los Andes por primera vez. Bariloche es una bonita ciudad encastrada en el interior de la Cordillera, a orillas de un imponente lago, que hay que rodear para atravesar un puerto de montaña extraordinariamente fácil y domesticado. La ruta discurre alrededor de los meandros caprichosos del lago y luego lo abandona para adentrarse en las montañas. El paisaje es árido y lúgubre, y la nieve hace pronto aparición a ambos lados de la carretera. La tarde anterior Javier, el lector, que había tenido la gentileza de acompañarme en moto a un mirador para apreciar la geografía de la región, me planteó un dilema que ha estado rondándome la cabeza en más de una ocasión en los últimos dos meses.
- Muy bonito- dije contemplando la vista.
- No sabía si traerte, la verdad- confesó-. ¿Qué le podés mostrar a uno que sha lo vió todo?
Esa frase me hizo reflexionar profundamente: en verdad he visto tantas cosas este último año que no puedo evitar albergar un sentimiento de anestesia algo injusto. Ahí estaba yo, plantado delante de los Andes, con un espectacular y caprichoso lago a sus pies, arropado por el perfil de la hermosa ciudad de Bariloche, añorando pasar un rato ante la tele tumbado como una cerda. Supongo que por eso mismo hay personas que son capaces de trabajar en una morgue o desatascando fosas sépticas: al final todo te anestesia un poco. Esta idea me preocupó un poco: si ahora me encuentro hastiado de sensaciones, vivencias y paisajes, ¿qué conseguirá hacer burbujear mi alma cuando haya terminado este viaje? Me prometí esa mañana espolearme un poco e intentar disfrutar más del regalo que cada día me ofrece la ruta en forma de nubes, montañas, personas, ciudades, olores, lagos y monumentos de oscuro propósito. ¡Los Andes! ¡mi tercera gran cordillera! ¡la espina dorsal de Sudamérica!
Al alcanzar el punto más alto, una cumbre blanca como el alabastro muestra un paisaje desolado, gélido, casi glaciar. Una virgen de rostro compasivo observa la carretera rodeada de árboles bajos y secos como cadáveres de algún pájaro prehistórico. Y el cartel por fin, que anuncia un nuevo país conquistado: Chile.
Como me había vaticinado Javier la tarde anterior en el mirador, al llegar a la cara oeste de la cordillera el paisaje cambia brutalmente: De repente, una exhuberancia casi selvática inunda los márgenes de la carretera. Enormes árboles proyectan sombras eternas sobre el asfalto, y helechos arborescentes y lianas gruesas como brazos de un hombre pueblan la tierra negra como el azabache y fértil como una diosa prehistórica. Son los vientos del Pacífico preñados de lluvia que, al chocar con los Andes, depositan en su cara occidental trombas perpetuas de agua y de vida. Luego, las nubes continúan su camino hacia el este ya desinfladas e inofensivas, y el sol tuesta la loma de Argentina hasta convertirla, inmisericorde, en un páramo desértico. La sensación al dejar atrás la enjuta y árida Argentina y penetrar en la frondosa Chile es intensa y refrescante.
Los Andes se quedan atrás muy pronto, se desinflan como un globo pinchado, y dan paso a un rosario de lagos secretos y colinas suaves y muy verdes donde pastan apaciblemente manadas de vacas rollizas y de mirada bobalicona. El paisaje era deliciosamente bucólico: pendientes redondeadas como nalgas femeninas, nubes esponjosas ante un cielo azul de postal, árboles exhuberantes, frondosos y coquetos, vallas de colores y casas de madera con setos recortados esponjándose bajo el sol de finales de abril. Me detuve a repostar en una gasolinera bastante poco convencional atendida por una mujer elefantiástica y un perro que se lamía con desgana los huevos. Un enorme y reluciente pickup plateado se paró a mi lado. Se abrió una ventanilla con un zumbido eléctrico y un par de ojos azules centenarios me observaron con descaro.

La primera ciudad de Chile fue Osorno, que me sorprendió por su austeridad. Era una urbe más bien tristona, vertebrada alrededor de una placita de cuidados jardines. Flotaba en el ambiente un denso olor a humo de leña. Al intentar encontrar un sitio donde cenar, se dio mi primer descubrimiento sobre el país: existía un extraño híbrido entre pub prostibulario y restaurante, pero no se daban los restaurantes convencionales. Todo lo que pude encontrar fueron locales anunciados con luces rojas, en los que me daban de comer entre neones verdes y azulados y pantallas de televisión en las que iban rotando viejos vídeos musicales. La carta era escasa y parecía estar escrita arrojando al aire papelitos con palabras variadas. Mis intentos de diálogo con la camarera resultaron del todo infructuosos, y mi segundo y traumático descubrimiento fue que era para mi imposible descifrar el acento chileno, dato que se vió corroborado cuando, al día siguiente, dos atónitos policías me detuvieron en mi camino hacia el norte.
Para mi inmenso espanto, los lagos y los nombres de las ciudades eran todos indígenas, siendo imprescindible estar sumamente atento para no perderse con tantas úes e íes: Hueyelhue, Cayumapu, Chaihuin, Pichi-Ropulli, Panguipulli, Riñihue desfilaron ante mis ojos mareándome. No sé cómo diablos llegué a orillas de un lago delicioso cuyo nombre soy incapaz de reproducir, situado ante un espectacular volcán que sin duda algún lector chileno sabrá reconocer. Es este. Allí, un ceviche que parecía cocinado por ángeles me volvió a situar en mis casillas, y me dio fuerzas para continuar rumbo a Santiago.

Mi traumático encuentro con mi pasado
Conozco a Luis desde hace muchos años, quince la última vez que lo miré. Durante más de un lustro, él fue el espejo en el que me contemplaba cada vez que salía a relucir mi espíritu canalla; se diría que ambos rivalizábamos en descaro y golfería y que vivíamos inmersos en una versión urbana de Las Amistades Peligrosas sin que quedara muy claro quién era la Marquesa de Merteuil y quién el Vizconde de Valmont. Durante ese lustro dorado, efervescente y travieso, quedábamos cada noche en un Vips del centro para beber bebidas isotónicas y recuperar electrolitos, para tomar cafés trasnochados, lamernos nuestras heridas de batalla, y acosar a una hermosísima camarera francesa llamada Annelie que tenía, para su desgracia, el turno de noche. La vida en aquella época era trepidante y despreocupada, y aunque frívola, la echo de menos. Pero ambos asistimos en el rostro del otro a un envejecimiento no necesariamente físico que nos llevó, a uno a dar la vuelta al mundo y a otro a pedir un traslado a Chile.
Luis tiene una personalidad arrolladora que hace que siempre esté rodeado de gente que lo adora y que es capaz de acompañarlo a colgar un cuadro o a la consulta del dentista como si ello fuera una fiesta. Es por ello que no me extrañó demasiado cuando, tras un breve altercado con el GPS, llegué a su edificio de apartamentos pijos y él salió a recibirme acompañado, pese a llevar sólo semana y media en Santiago.
- Ella- dijo lacónicamente- es Nacha.
Nacha se había visto irremediable y fulminantemente atrapada en la pegajosa red de encantos de Luis, y había puesto a su disposición su coche, su casa y su misma persona como saco de sparring y felpudo. Así pues, nos acomodamos entre las cajas y las bolsas de la mudanza y planificamos la jornada siguiente, dedicada a la compra de un mueble para el televisor en el que cupieran además su equipo de dolbystereosurround, su appletiví y otros pequeños artilugios electrónicos sin los que Luis no podría subsistir en Chile. No pude evitar comparar el yo que había sido, aquel hombre tecnófilo hasta la médula, conocedor de los restaurantes más chic y las más sofisticadas tácticas de seducción, con el que era ahora, un tipo metido en un mono de cuero que lava sus camisetas en los lavabos de los hostales y se afeita cada quince días. La compra del mueble se complicó al aparecer una tienda de geles de olores sumamente seductores, y otras trampas de centros comerciales de suelos relucientes y vidrieras de colores. Cada paso que daba, más consciente era de la distancia con mi yo anterior: los restaurantes que ahora adoro -casas de pasto atendidas por dueñas rollizas en los que el olor a guiso parece haberse pegado a las paredes con goma arábiga- no tienen nada que ver con los que antes visitaba y que Luis empieza a descubrir en su nueva ciudad -restaurantes de fusión de enormes platos de nombres algo crípticos, locales con decoración poco convencional, comedores con música estridente y clientela bulliciosa, urbanita y de sonrisa blanqueada-. ¿Sería esto una ítaca más por descubrir? ¿a dónde me llevarían mis reflexiones? ¿me está despegando este viaje tanto de mi yo anterior?
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Rumbo al Valle de la Luna
Tengo un ángel de la guarda que vela por mi bienestar a golpe de email y de ruta de GPS. Un buen dia, no sé muy bien cómo, un tal Gustavo me envió un correo lleno de entusiasmo, ofreciéndose a planificar mi ruta por Sudamérica. Fanático del Garmin, pronto me estaba mandando las primeras recomendaciones y con el tiempo se ha ido convirtiendo en mi guía oficial. Aunque no lo conozco en persona, estoy seguro de que compartiremos una gran ruta juntos cuando vuelva a descender hacia Buenos Aires, dentro de medio año. Total, que si tienes un Garmin y quieres hacer la misma ruta que yo, bájatela aquí.
Yo había mostrado mi falta de interés por volver a Argentina y, sobre todo, por cruzar de nuevo los Andes. Fefa no se porta demasiado bien con la altura, y yo mismo tengo un vértigo espantoso, así que escribí a Gustavo comentándole que quizá sería mejor continuar rumbo al norte por la costa de Chile.

En Cafayate, Argentina norte.
Día 358 de viaje. 21ºC. Leyendo Las nieves del Kilimajaro, de Ernest Hemingway
- Amigazo, ¡¡el cruce es lo mas lindo!!- contestó de inmediato en un larguísimo email lleno de exclamaciones- ¡¡Sobre todo en esta epoca del año, que esta fresco pero se aguanta !! ¡¡en invierno es muy frio!! ¡¡en verano insoportablemente caliente !! la primavera y el otoño sin dudarlo. Te voy a dar un empujoncito: el cruce te demora un dia comodo y tranquilo, parando para hacer unas buenas fotos y lo mas importante encontrarte con todo eso…
Luego, seguían una serie de párrafos exhuberantes describiéndome con pelos y señales cada pequeña roca y cada deliciosa curva que me iba a encontrar, así que no tuve más remedio que hacerle caso y enfilar hacia los Andes de nuevo.
La llanura volvió a encabritarse pocos kilómetros después de abandonar Santiago. En el lado argentino, los Andes se desmenuzan poco a poco durante un buen centenar de kilómetros, pero en su cara oeste parecen emerger de la nada como colosos embravecidos. Al contrario de lo que ocurre en el Sur, los Andes al lado de Santiago están cubiertos de una pelusa mustia, y muestran grandes calvas en las que las rocas áridas despuntan como figuras malignas y lagunas de arena resquebrajada que parecen aradas por gigantes y esculpidas por insectos laboriosos e inquietos.
Cuando quise darme cuenta, Fefa empezó a mostrar síntomas de fatiga, que me hicieron recordar sus problemas de altura al llegar al paso de Khunjerab, en la frontera entre China y Pakistan. Aparecieron entonces los Caracoles, la imagen escalofriante de una subida de mil metros por la escarpada montaña en treinta y siete curvas enloquecidas que trepan por la pared vertical como si hubieran sido dibujadas por una serpiente chutada de LSD. Enormes camiones de febriles movimientos subían fatigosamente por el trazado firme y bien cuidado a una velocidad exasperantemente lenta. Pese a lo que pudiera parecer, el paso era extraordinariamente sencillo y casi divertido. Al llegar a la cumbre intenté hacer una foto decente de Fefa ante ese prodigio, pero me resultó imposible, en gran medida debido a la fatiga que me causaba el mal de altura. Enfilamos hacia un tunel eterno, al otro lado del cual apareció Argentina de nuevo.

Había salido de Santiago muy tarde intentando encontrar un filtro de aire, así que de repente el cielo se tiñó de escarlata tras cruzar la frontera. El sol se estaba poniendo muy deprisa. De repente, los colores se hicieron intensos y oníricos, y la luna creciente despuntó entre los picos colosales que me rodeaban como una ensoñación de un poeta loco, cabalgando las nubes para encontrar su lugar en el firmamento rosáceo. Quería que ese momento se prolongara en el tiempo, que fuera infinito. Si me hubieran dado a elegir, habría sin duda firmado por permanecer hasta el final de mis días inmerso en ese crepúsculo de colores vivos como los élitros de un insecto gigante. Las caprichosas nubes, recortadas como papel charol sobre el cielo cada vez más oscuro, reflejaban los colores densos de la puesta de sol sanguínea, y se movían muy lentamente alrededor de los picos abruptos de las montañas gigantes. A mi izquierda, desafiante, el Aconcagua reflejaba en sus pálidas cumbres los colores purpúreos que danzaban muchos metros más arriba, en la atmósfera polvorienta. Formaciones gaseosas del tamaño de planetas esquivos se encabritaban sobre las rocas y parecían formar campos gravitatorios de color naranja y dorado. Aparecieron las estrellas, y entonces las ítacas adoptaron forma de astros. No osé parar apenas, aterrado ante la posibilidad de quedarme atrapado en una noche oscura como la boca de un lobo en medio de aquella inmensidad pétrea y primitiva.
A la mañana siguiente, vi el primer cactus.

Al igual que el Taj Mahal es un emblema indiscutible de India, o la Torre Eiffel lo es de París, los parajes tienen símbolos que, al ser descubiertos y reconocidos, causan una conmoción difícil de explicar al viajero. Los animales, por ejemplo, son iconos poderosos que marcan el paso de los kilómetros y los días. Recuerdo con emoción mi primer camello, en la árida Turquía. O la primera marmota, en las alturas infinitas de Kyrgyzstan. O el primer guanaco cruzando descarada y esquiva la carretera a velocidad de vértigo en la llanura patagónica. Al ver el primer cactus, Mordomo y yo sonreimos y casi detuvimos la moto para hacerle una foto. Era la primera vez en mi vida que veía un cactus en libertad, campando a sus anchas por las llanuras polvorientas de un mundo nuevo por descubrir.
Mamá y yo, cuando discutimos, apelamos a la figura imparcial de Mordomo -”mayordomo” en Portugués- para que medie en nuestras disputas.
- ¿La oyes? -pregunto yo mirando hacia una esquina donde no hay nadie-. Eso que dice no tiene sentido.
- Claro que lo tiene- responde mi madre apelando a la misma figura imaginaria-.
Hace unos días que Mordomo me acompaña en el asiento de atrás de la moto. Si no fuera porque llevo hablando solo prácticamente toda mi vida, empezaría a sentirme como el náufrago de la película que tenía como amigo a un balón de fútbol al que llamaba Willson. Mordomo adopta en este tramo del viaje la personalidad de un malhumorado y malhablado argentino.
- ¿Has visto? – le dije señalando la planicie que acababa de nacer a ambos lados de la carretera-. Es arena de desierto.
- No es arena, pelotudo- contestó despectivamente dentro de mi casco Mordomo-. Es tierra.
- No es tierra, es arena.
- Sos un guanaco de mierda, eso es tierra.
- Arena.
- Tierra, gashego boludo.
- No me toques los cojones, ¿a que paro la moto?
- Parála, chancha.
Detuve la moto en el arcén arenoso. En cuanto intenté ponerle el pie, la moto se inclinó peligrosamente y se cayó como un fardo, mostrando impúdicamente su cubrecárter al mundo. Furioso, la empujé hasta que me salieron los hígados por la boca, mientras Mordomo me observaba despectivamente a unos cuantos metros de distancia.
- Ché, no sabés ni aparcar la moto, mirá lo que hiciste.
Asombrosamente, logré incorporarla con un bufido que casi me revienta las entrañas. Refunfuñando y cubierto de sudor, me adentré en el desierto hasta un bancal de color rosáceo y textura suave y aterciopelada. Hundí la mano en él. Era arena terrosa. Ni más ni menos. Mordomo, que me contemplaba desde el arcén con curiosidad me hizo un gesto absurdo canturreando “miau miau miau, sho soy la gaaaataaa”. Entonces empecé a reirme a carcajadas. Fue tal el ataque de risa que me tuve que desparramar, sin aliento, en el bancal. Recogí un puñado bien grande de arena terrosa y la llevé hasta la cuneta e intenté arrojársela a Mordomo. El viento me la devolvió en forma de nube de polvo. Seguí riéndome durante un cuarto de hora hasta que creí que moriría ahogado. Finalmente, con la cara cubierta de lágrimas, observado con curiosidad por los cactus altivos que poblaban los márgenes de la carretera, emprendí de nuevo el trayecto.
La ruta se volvió una recta infinita. A mi izquierda, los Andes se resistían a desaparecer, eran figuras espectrales y amenazadoras envueltas en polvo en suspensión, recubiertas de un halo místico y vaporoso. Se parecían a hojas de papel rasgado de distintos colores, superpuestos sobre el fondo uniforme del cielo azul. El mundo aquí es tan árido, que las torrenteras de los ríos ocasionales que atraviesan la carretera no tienen puente, así que el firme desciende de forma abrupta y en ocasiones se anega, aunque normalmente sólo está cubierto de polvo reseco que revolotea a mi paso y se queda mariposeando sobre el asfalto, como una estela de mi propio ser. La carretera está atravesada por mil cauces secos de ríos muertos, que sólo despiertan una o dos veces al año, y ondulea caprichosamente sobre la planicie agreste. Sólo los cactus se yerguen, orgullosos, como extraterrestres inmóviles. Hay una infinita soledad en estos campos sin alma. Un pueblecito, otro pueblecito, fruto de la osadía del ser humano en su incesante voluntad de exploración y conquista. Los rostros a mi alrededor se vuelven cetrinos, oscuros, cincelados por el viento cálido que viene del este y choca, chillón, con la pared abrupta de los Andes. No hay nada, más que pequeñas Ítacas casi imperceptibles que yo todavía me resisto a comprender.
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Un serio problema de altura
Hasta entonces, mi viaje por Sudamérica parecía un recorrido por el futuro de Europa: edificios degradados, tasas de paro muy altas, parajes desolados y mucha gente buscándose la vida en la calle, al pie de lujosas sucursales bancarias. Pero al llegar a Salta me inundó la sensación de encontrarme por fin en la Sudamérica que cualquier occidental imagina: Salta es una deliciosa localidad rodeada de parques naturales de ensueño, en los que rocambolescas montañas se disputan el premio a la excentricidad. En su casco histórico -creo que es la primera ciudad que veo aquí con casco histórico en condiciones- se pueden divisar iglesias con dos siglos, casitas coloniales con balcones de madera, y jardincillos que recuerdan a pañuelitos de encaje. En la periferia, por otro lado, se apretujan los mercados indígenas, las casas de pasto llenas de familias de rostros amerindios, los perros abandonados, las pintadas de intención algo difusa, los carteles anunciando género con faltas de ortografía sangrantes, y los comercios de recambios atiborrados de objetos inútiles y regentados por ancianos despistados en camiseta de tirantes. No faltan los coches tuneados desde los que surgen estrepitosos reggaetones y cumbias subidas de tono, y hombres en bicicleta llevando consigo reinos enteros a sus espaldas.
En el Desierto de Atacama, Chile
Día 362 de viaje. 30ºC. Leyendo Las nieves del Kilimajaro, de Ernest Hemingway
El carburador es una pieza en forma de corazón situada al lado del motor. Por él pasa la gasolina y se mezcla con el aire en su justa medida. El motor necesita aire porque dentro de él la gasolina explota, así que el oxígeno se hace imprescindible para la combustión. El carburador es necesario porque regula la cantidad de aire en la mezcla, por lo que ajustar la carburación es importante cuando te enfrentas a alturas en las que hay poco oxígeno.
Allí encontré a un mecánico dispuesto a ajustar la carburación a Fefa para su gloriosa travesía por el Paso de Jama, a 4300 metros de altitud. Lo cierto es que yo estaba bastante paranoico, porque hacía menos de un año Fefa se había desmayado al intentar cruzar el Paso de Khunjerab, en la frontera chino-pakistaní. En aquella ocasión, a 4500 metros de altitud, tuve que ser remolcado de un modo bastante indigno por un italiano suicida a lomos de una GS 1200 del pleistoceno, mientras todos los demás miembros de la expedición se reían a carcajadas de mi aspecto poco grácil. Así pues, decidido a no volver a pasar esos apuros en Argentina y tras una ardua negociación con el mecánico local, procedimos a desmontar a la pobre moto para cambiarle unos tornillitos infinitesimales. Me parecía mentira que algo tan pequeño pudiera proporcionarme el empuje extra que iba a necesitar para salvar los Andes. Qué iluso era.

Mensajes contradictorios en la ruta
Llegué a comer a una localidad de aspecto algo polvoriento, Purmamarca, en la que se encontraba una iglesia singular debido a que su techumbre se había edificado, al completo, con madera de cactus. La población estaba inundada de un turismo de autocar y empanada, gaseosa y cámara desechable. En la plaza principal se agolpaban decenas de tenderetes algo tristones en los que intentaban vender a jubilados algún poncho fabricado en China o un cascabel de uñas de guanaco de aspecto quebradizo. Devoré un chuletón de llama que me supo a una correosa mezcla de cabra y vaca. Poco que ver allí, me dispuse a seguir avanzando hasta Susques, la última población antes de la frontera, donde una mortecina señorita de Información Turística de La Provincia de Jujuy me había prometido que encontraría alojamiento y gasolina. En efecto, así era. A precio de Ritz. Cuando me aproximaba al pequeño poblado -que realmente recordaba a un último glorioso bastión en medio de ninguna parte- Fefa empezó a dar síntomas de fatiga. En concreto, a los 3500 metros de altitud. Intentando no ponerme nervioso, me aseguré mentalmente que se debía sin duda a la gasolina en mal estado que había aprovechado del bidón que llevo en un lateral de la moto, que seguramente tenía un mes de antigüedad.
- Se ha oxidado un poco la gasolina, es normal- informé a Mordomo (*), que me observaba desde el espejo retrovisor con cierta sorna.
A la mañana siguiente, tras una noche de dura aclimatación a la altura -lavarme los dientes suponía un importantísimo esfuerzo físico-, me encontraba acomodando el equipaje cuando vi pasar una preciosa BMW plateada. La saludé con la mano, y el hombre se desvió de la ruta y se detuvo a mi lado. Su moto refulgía al sol, parecía una nave espacial, compacta y brillante. No se veía ni un tubo, ni un cable a la vista, todo arropado por un carenado sin mácula, refulgente y estilizado.
- Bonita montura- le dije.
- Mirá, mirá- susurró Mordomo detrás de mi-. Él parese una pinturita y vos un mamarracho.
A la moto no le faltaba nada. Incluso tenía un posavasos en el que reposaba una botella de Levité de Ananás. Fefa al lado de aquella princesa cromada parecía una vieja cerda de tetas bamboleantes revolcada en su inmundicia. El hombre, pese a ir equipado de arriba a abajo, tiritaba como una ramita y su cara tenía un alarmante tono azulado.
- ¿Qué tal la carretera?- pregunté.
- ¡¡Imposible!!- gritó temblando-. ¡Está a menos dies grados!
- Qué me dice.
- Sho anoche tuve que desistir, no puede seguir avansando, se va a cagar de frío.
- ¿Y la altitud? Son 4300 metros, ¿verdad?
- Si, el paso de la Jama son 4300, pero después en Chile llegás a los 5700.
- Perdone, creo haber oído 5700.
- Si, si.

La última gasolinera de Argentina
Me derrumbé sobre mis botas, que por fortuna son bastante anchas y soportaron mi peso adecuadamente. 5700 era una altura imposible para mi, estaba completamente convencido de que no la pasaría. No obstante, me dije a mi mismo de que una vuelta al mundo se hace avanzando un poquito de cada vez. Además, he oído tantas veces la palabra imposible en este viaje, que una más ya no asustaba: En Ucrania, a bordo del buque Caledonia, una aprediz de Hanna Montana y su familia me habían intentado convencer de que las carreteras de su país eran intransitables. En la frontera entre Rusia y Kazajastan, los guardias me habían advertido de que Kyrgyzstan estaba en guerra y no se podía atravesar. En Kyrgyzstan un camionero me había dicho que en Pakistán las inundaciones habían arrasado toda la Karakorum Highway y no se podía cruzar. Y así una y otra vez. No me quedaba más que subirme a la moto y enfrentarme a las alturas polares que, según aquel hombre, me esperaban más allá de las montañas.
La gasolinera de Susques ofrecía sus productos al doble de precio de lo normal, algo que supe disculpar debido a lo remoto de su situación geográfica. Así pues, con el tanque lleno de platino líquido, enfilé hacia la frontera, despidiéndome por fin de Agentina.
- ¡¡¡No llores por mi Argentinaaaaaaaaa!! ¡¡Mi aaaaaalma está contigooooooooo!!!
A medida que iba subiendo, la moto empezaba a dar más y más muestras de fatiga. No era, no obstante, una fatiga directamente proporcional a la altura, sino más bien a la pendiente de la carretera. En las interminables rectas salpicadas de salares y planicies, Fefa se comportaba como una reina del asfalto y ronroneaba orgullosa. Pero en cuanto aparecía una cuesta infinitesimal, empezaba a toser y su velocidad descendía de forma alarmante. Cuando por fin alcancé los 4170, señalados por un cartel en un recodo del camino, Fefa iba a cuarenta por hora, trepando trabajosamente por la loma de la montaña. Un poco más adelante, en una cuesta muy empinada, la moto se paró al encontrarse con un pequeño tramo de obras bastante polvoriento, ante la mirada bastante aburrida de un operario que enarbolaba una banderita roja y que parecía un totem precolombino.
- ¿Queda mucho por subir? -pregunté al totem.
- Apenas quinse kilómetros- contestó agitando la bandera.
Decidí que aquel era el lugar más alto de todo el recorrido, y me sentí orgullosísimo de haber jugado con la carburación mientras me arrastraba a treinta por hora. En la frontera me topé con un grupo de moteros jubilados que me rodearon alegremente y me informaron de que todavía había que subir un poquito más, pero que la moto no se resentiría en absoluto y que la temperatura era deliciosa. Otra muestra más de que no se ha de hacer caso a nadie en la carretera.
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El Camino Inca
Con la Fefa siendo sometida a un escrutinio bastante profundo por parte de un vejete en apariencia eficaz en Arequipa, me dispuse a emprender, durante cuatro días y tres noches, un camino mágico por la Cordillera de los Andes. Este post es la primera aproximación a esta ruta iniciática entre montañas y ruinas, que empieza en la deliciosa ciudad de Arequipa y remata de forma majestuosa en la grandiosidad de Machu Picchu, uno de los más importantes iconos de la historia de la Humanidad. A lo largo de los días publicaré más material sobre este viaje casi místico.

El viaje es muy sencillo de contratar, al fin y al cabo todo el mundo está deseando ir a Machu Picchu y todo el mundo está deseando llevarte, y si no hubiera estado justo de tiempo -llevo un considerable retraso en mi camino al verano en el Hemisferio Norte- seguramente habría peleado más con los taxis locales y los transportes de un lugar a otro. Pero en aras de la brevedad y comodidad, contraté un paquete completo que incluía guías, desplazamientos, hoteles y algunas comidas, todo ello a un precio más que razonable.
Arequipa es una deliciosa ciudad -la segunda más grande de Perú- que, pese a encontrarse enclavada en un valle, se encuentra a más de 2000 metros de altitud. El camino hasta ella es largo y tortuoso, pero una vez en sus calles, su presencia mestiza y bulliciosa se siente como un pequeño premio, sensación que se ve agrandada por encontrarse en un oasis en medio de un desierto de arena de proporciones épicas.
Puedes ver esta galería como una presentación.
Desde Arequipa, la siguiente parada siguiendo la Ruta del Inca es Cusco, la Ciudad Imperial. Antigua capital del Imperio Inca y una de las ciudades más importantes del Virreinato del Perú, recuerda vagamente un decorado cinematográfico -como la mayoría de los lugares protegidos por la Unesco-. Cusco es grande, pintoresca, apacible, y carcome la salud a cualquiera debido a su altura -casi 3500 metros sobre el nivel del mar-.
Dependiendo del paquete contratado, el turista se quedará más o menos tiempo aclimatándose en Cusco a base de hoja de coca, pero tarde o temprano tomará un pequeño autobús turístico que, siguiendo el cauce del río Urubamba -digno afluente del Amazonas-, lo llevará entre ruinas precolombinas y pequeñas comunidades rurales a Oyantaytambo, pueblo-trabalenguas que tiene la suerte de ser la estación de tren en la que todo el mundo para justo antes de llegar a Aguas Calientes, al borde mismo del Parque Santuario Histórico de Machu Picchu.
El tren entre Ollantaytambo y Aguas Calientes es enormemente caro y terriblemente pintoresco: bajo sus vías nace la selva en la que se encuentra oculto Machu Picchu. Es delicioso asistir al nacimiento de la jungla en muy pocos kilómetros -apenas una hora y media de trayecto entre montañas que parecen desafiar las leyes de la física-. Aguas Calientes es una población-oasis en la que el turista occidental es robado abiertamente en la noche que se ve obligado a pasar ahí para, muy pronto por la mañana, acceder a Machu Picchu. Machu Picchu en si merecerá una crónica más esmerada que estas cuatro fotos que he podido colgar rateando una wifi de un hostal algo mohoso en el que espero el bus que me lleve de vuelta a Arequipa. Sólo diré que es un lugar que marca profundamente. Algo hay de mágico en ese asombroso poblado rodeado de picos frondosos y ahogado por la bruma. Vale la pena uno y mil viajes alrededor del mundo para caminar por las verdes colinas sintiéndose sacerdote inca por un día.
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