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  1. #31
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    Mecanoscrito del Tercer Orígen (I)

    Y entonces el sueño acabó. Abrí la puerta de mi casa, acompañado de papá. Nos la encontramos limpia pero sin alma. Recorrí lentamente el largo pasillo de la entrada, reconociendo cada grieta en la pared, cada estantería vacía, cada lámpara. Las plantas del patio habían muerto todas. Observé con una tristeza infinita las jardineras resecas y los cristales ahumados. Mi pequeña selva particular, que tanto había amado y por la que tanto había peleado, era ahora un erial. Ayudé a papá con las bolsas de la compra. Había traído los ingredientes básicos para arrancar una cocina. Desinfectante. Arroz. Fiambre. Atún. Ocupamos la despensa vacía. Arreglamos enchufes. Se fue.
    La primera mañana de soledad abrí la puerta del garaje y me enfrenté a un cuarto absolutamente atiborrado de polvo en suspensión, sábanas cubriendo trastos, desolación. Papá se había ofrecido a ayudarme con todo aquello, pero quería hacerlo solo. Reencontrarme con quien fui. Una ruta más en el largo viaje al interior de mi mismo.
    Primero aparecieron los cacharros de cocina, espolvoreados de talco. Una a una, fui sacando las cajas del garaje y haciendo un inventario meticuloso. La casa estaba en silencio. Espumaderas, filtros, cortapastas, sifones de espuma, palillos chinos, millares de cuchillos, cuberterías insólitas, vaporeras, licuadoras, chinos, termos, moldes, bandejas refractarias, formas de pasteles recubiertas de telfón, cubiletes medidores, lenguas, espátulas, pinzas, cortadores, varillas, cucharones, una escultural mandolina de acero inoxidable, recipientes de silicona, fiambreras, ollas a presión, batidoras, biberones, sopletes, sartenes del tamaño de un huevo frito, paelleras, coladores, embudos. Lo fui lavando todo en silencio. Cada cosa ocupó su sitio. La cocina quedó impecable. Parecía la cabina de un avión, con sus muebles de metal pulido, su inmensa campana extractora de acero, los estantes atiborrados de exóticos artilugios de oscuro propósito.

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    Me enfrenté a una sábana cubierta de roña. Partículas de polvo revolotearon en la penumbra del garaje. Debajo, la ropa. No supe cómo empezar a dar forma a todo aquello. Chaquetas, corbatas, pantalones, camisas, camisetas, zapatos, calcetines, calzoncillos. Ropa estampada, ropa lisa y austera, una prenda para cada ocasión. Trajes hechos a medida con olor a naftalina. Jerseys esponjosos con un logotipo ostentosamente bordado en el pecho, que me identificaban con una tribu urbana que había dejado atrás. Decidí depositar la mitad de la ropa en una gran bolsa y donarla. Aunque contaba con una flamante lavadora, seguía utilizando un cubo para lavar mis camisetas. Como cada día en los últimos dos años. Todo ocupó su lugar en perchas. Todo ordenado. Todo simétrico.

    Decidí no hacer juicios de valor. Por el momento.

    Pasaron los días, encontré las cajas de los libros. Docenas. Empezaron a salir las novelas que tanto me habían hecho soñar. Las guías de viaje causantes de todo este despropósito. Resolví colocarlos sin orden ni concierto en las estanterías. Ya no eran libros. Eran objetos decorativos. Fueron situándose ellos solos en hileras pulcras. Habría allí más de un millar de libros, qué sé yo. Libros inútiles de ilustraciones, libros de esos que se dejan en la mesita del café para entretener a visitas ociosas y que nadie leerá jamás. Novelas densas y alambicadas. Poesía. Historia. Cuentos infantiles, historias eróticas, mamotretos infumables y productos de consumo comprados desapasionadamente en la línea de cajas de un supermercado. Me sentía en cierto modo como si alguien que me conocía sólo a medias me hubiera regalado una vida entera.
    Aparecieron mis partituras, mis guitarras, un inútil theremin. Decenas de películas en DVD, juegos de consola, sábanas, útiles de escritorio, destornilladores, pinceles resecos, la vaporeta, un maniquí de un niño desnudo sin brazos que me acompaña desde hace una década. Bajo una lona, como un cadáver reseco de un guerrero con armadura, la hermosa Ducati, flamante como el primer día, vestida de cuero. Pesas de gimnasio, un enorme saco de boxeo, la caja de pinturas al óleo. El colosal iMac, cajas y más cajas de componentes de ordenador, un borroso cuadro pintado por mi adorada abuela Gudelia. Me trajo infinidad de recuerdos de mi infancia: En el lienzo, una callejuela andaluza, un pollino tostado al sol, una mujer vestida de faralaes que se asoma por la puerta encalada de una casa coronada de geranios. En la esquina inferior derecha una fecha: 8-V-1958. Pobre abuela Gudelia, qué pronto se fue, cuantísimo la quise.

    Pasé cerca de una semana en la más absoluta soledad, entregado a la labor automática de hacer revivir mi hogar. Apenas sin pensar, hablando conmigo mismo como un loco, cubierto de sudor y de polvo. Cada bolígrafo ocupó su espacio en cada bote, cada estantería volvió a acumular cacharros inútiles. Conté siete moleskines por estrenar. Tres guitarras. Un amplificador, tres auriculares grandes. El Mac cobró vida sin protestar. Barrí la casa seis o siete veces, en un titánico esfuerzo contra los ácaros. No pude enfrentarme a las fotografías, que dejé aburriéndose en cajas de metal. Tampoco quise abrir viejas agendas, ni carpetas de documentos. En un rincón, me esperaban quince notificaciones de Hacienda, no supe qué hacer con ellas. Decidí que si era importante, ya me volverían a contactar o ya me sacarían ellos mismos el dinero del banco.

    Finalmente, me senté en un sillón y contemplé mi obra. Un buen rato. Mis ojos recorrieron languidamente los rincones de la enorme casa de un hombre que se esfumó por el camino. Me descubrí aturdido ante el espejo del baño. Me miré largo rato a los ojos. Si estás unos minutos mirándote fijamente, puedes dirigir tu mirada sin que los ojos se muevan. Produce una sensación extracorpórea muy extraña. Observé cada poro, cada cana, cada arruga surgida bajo el sol del desierto, y fui completamente incapaz de reconocerme al cabo de un tiempo.

    ¿Quién había sido ese hombre de los trajes a medida y los sifones de espuma? ¿quién había sido el que había traído hasta esa enorme casa las pesas de gimnasio, los libros, las guitarras, los espejos de marco labrado, el mueble de tallla asiática, las vasijas de barro de metro y medio de alto, la impresora láser?

    Y, lo más importante. ¿Quién diablos era o iba a ser yo ahora?

  2. #32
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    Com muita sensibilidade Fábian faz mais uma narrativa sobre a sua própria existência, especialmente depois de praticamente dois anos em cima de uma moto, 120.000 km por 63 países, e como dizem os FC, voltamos muito diferentes de quando partimos... sempre muito melhores.

    Talvez um pouco loucos, mas a loucura também, por vezes, nos torna melhores!

    Ou não?

  3. #33
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    Elogio a la maestra

    Mi infancia son recuerdos de patios de colegio embarrados, de cochecitos de juguete, de peonzas y yoyós que parecían cobrar vida. Aulas con aroma a tiza, a serrín y polvo, a cartón, a chubasqueros mojados, a madera de lápices recién afilados. Mis padres eran maestros rurales: cuando apenas abultaba dos palmos del suelo, mi vida eran pasillos de escuelas y aulas atiborradas de chavales que olian a estiércol y a leche recién ordeñada. Fueron los setenta unos años que se asientan en mi memoria envueltos en gasas grises: recuerdo un gorrión muerto en el polvoriento desván, una llorosa fuente de piedra cubierta de musgo, el ulular del viento entre los robles, el frío colándose por las rendijas de las ventanas, una televisión rechoncha, el sonido del partido de fútbol de los domingos mezclado con el burbujeo del baño y el chasquido metálico de la tabla de planchar. El chisporroteo de las pulseritas de mamá cuando se acercaba por los corredores, las faldas acogedoras de mi bisabuela Chelo, el entrechocar de las infatigables agujas de calceta de mi adorada abuela Gudelia, que se fue demasiado pronto.
    Pero mis verdaderos recuerdos, aquellos que al escribir estas líneas provocan en mí lágrimas de nostalgia, están en una clase de paredes desconchadas y grandes ventanales de repisa oscura. Un crucifijo negro, un mapa de la Península Ibérica, mesas de formica castigadas por los punzones de decenas de persistentes compases, suelo cubierto de polvo. Una tarima de pino, una pizarra verde. Una vara de bambú y una begonia mustia.
    - Fabián, los límites de España.
    Fabián se levantaba con seguridad, un niño enclenque y rubio, taciturno y reservado. Sesenta ojos fijaban su mirada en él.
    - España limita al norte con el mar Cantábrico y los montes Pirineos que la separan de Francia. Al este con el Mar Mediterráneo, al sur con el Mediterráneo, el Estrecho de Gibraltar y el Océano Atlántico, al oeste con el Atlántico y Portugal.
    Decíamos eso de carrerilla, sin pensarlo siquiera. Todavía hoy lo recuerdo. Decíamos muchas cosas de carrerilla. Nos entreteníamos con un cordel y una pelota. Antes de comer en el enorme comedor del colegio, nos levantábamos y solemnemente repetíamos a coro:
    - Bendice, Señor, estos alimentos que vamos a tomar, y dad pan a quien no lo tenga.

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    O vento que zoa.

    Las lenguas se nutren de los lugares donde nacen. Son como raíces profundas encastradas en la tierra y las gentes. En Galicia el viento zoa, no he visto muchos lugares más donde el aire haga estremecerse las hojas de los eucaliptos así, o donde se desparrame a borbotones por las acequias y los caminos, donde oree las hierbas encañadas y castigue los pinos hasta hacerlos quejarse como ánimas en el purgatorio. O vento que zoa. El viento zoaba eternamente sobre los lomos de Galicia.
    - España limita al norte con el mar Cantábrico…
    Mi infancia son recuerdos contradictorios: pasé frío, me tosté con el sol, comí sopa hecha con pan de sobras, me revolqué en el fango, resolví conflictos a pedradas, vi como el director traía al aula, colgando de las orejas, a un muchacho rebelde que chillaba como una cerda. Escondí bajo la chaqueta un tebeo rateado a unas monedas que robé de un cuenco en casa. Repetí interminables listas de reyes ajenos, me dictaron la Biblia. Comí salchichón, cerezas, huevos de pato y verduras de la huerta cuando no había otra cosa. Me tiré en plancha al enlosado creyéndome Supermán. Espié a dos mocetones de séptimo mientras se hacían pajas en el nauseabundo baño de la escuela. Sólo había dos canales en la televisión, a veces tocaba ver obras de teatro clásico y los viernes, el Un, dos, Tres era un ritual obligado. Las mañanas me despertaba con un cuento de papá y el sonido desconcertante de La Saga de los Porretas resonando por toda la casa desde un transistor a pilas. Las cocineras del colegio me guardaban el peruchiño del pan, que reclamaba cada tarde. Se hacía cola en el banco para sacar dinero y actualizar la cartilla. Había braseros bajo las faldas de las mesas camillas. A juzgar por los parámetros de educación actuales, hoy estaría severamente traumatizado, incapaz de pensar por mi mismo, débil y moribundo. Pero ya ven, no me pasó nada. Aquí sigo.

    Doña Rosa. Una mujer de rostro afilado, sonrisa perpetua, pelo cardado, manos largas y delicadas decoradas con sortijas de grandes piedras de cristal. Sentada en su gran mesa, atornillaba en nuestras mentes los rudimentos de la historia, la tabla de multiplicar, los cuadernillos Rubio. El lenguaje. Y sacaba la vara, oh si. Castigaba las palmas de Enrique, siempre eran las del indómito Enrique. Pero prometo sobre mi propia tumba que desparramaba sobre nosotros un manto infinito de cariño. Nos amaba, y era correspondida.
    Los viernes por la tarde, tocaba Coloquio. Movíamos las mesas armando un gran barullo, se montaba una improvisada palestra, y cada niño tenía su instante de gloria. Contábamos un chiste, recitábamos un poema, improvisábamos una obra de teatro enfundados en bolsas de basura y cartulinas pintadas con témperas. Fuera, el viento zoaba. Cómo adoraba aquellas tardes de viernes.
    Hoy es el día en que me enchufo mi micrófono de diadema ante el proyector de vídeo para hablar de mi libro. Disfruto hablando en público. Encaro al auditorio y comienzo a recitar: “Si pudiera vivir nuevamente mi vida…” y mientras lo hago, recuerdo vivamente las tardes de viernes en el aula de Doña Rosa. Recuerdo aquellas caras famélicas de niños de aldea, aquellos chiquillos de vida dura que por unas horas salían volando con la imaginación mientras algún chaval explicaba cómo funcionaba un volcán, o imitaba a Bigote Arrocet, o mostraba sus habilidades con la peonza.

    Gracias, Doña Rosa.

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