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¿Quién ha creado esas misteriosas líneas que, a lo largo de kilómetros y kilómetros de pampa, dibujan caprichosamente entre las rocas formas geométricas y dibujos de de animales? ¿De dónde han surgido? ¿a dónde vamos? ¿de dónde venimos? ¿por qué la marquita de los bañadores sólo queda bien a las modelos brasileiras? En este vídeo doy una solución definitiva a uno de los grandes misterios de la umanidá: Las líneas de Nazca.
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Fefanauta llamando a Colombia
Queridos amigos colombianos: En primer lugar, quiero deciros que estoy abrumado por la atención que he recibido de vosotros desde mucho antes de mi llegada: constantemente recibo mensajes muy calurosos de colombianos que están deseando ver a Fefa pisando el asfalto de vuestro hermoso país.
Una vez dicho esto, os informo de que en mi primera visita a Colombia, quisiera estar el menor tiempo posible. Esto es debido a que llevo un más que considerable retraso en mi ruta hacia el verano estadounidense. De hecho, tendría que haber llegado ya, evitando así la época de huracanes en Centroamérica. Por eso, he decidido tomar la Panamericana y correr todo lo que pueda hacia el norte. Este va a ser un mes de muchas prisas. Antes del 1 de julio, sí o sí, tengo que estar llegando a Los Angeles.
No obstante, no os alarméis: el viaje está planificado para regresar hacia el Sur de nuevo por Colombia dentro de unos meses -en octubre, más o menos-. Y entonces me pararé a conoceros en la medida de lo posible, y dedicaré a vuestro país la atención que sin duda se merece. Por lo tanto, disculpadme si ahora voy con prisas y no tengo tiempo de organizar un encuentro con todos vosotros como querría.
Dicho esto, tengo que pediros un favor inmenso. Necesito cruzar el Tapón de Darién. Y no tengo ni la más remota idea de cómo diablos hacerlo sin arruinarme. Necesitaría que me contarais a dónde tengo que ir para conseguir un traslado lo más rápido, seguro y barato posible de Colombia -cualquier puerto- a Panamá -cualquier puerto-. Os pediría, eso sí, que me dejárais informaciones prácticas y sencillas, a ser posible con teléfonos o direcciones de contacto. Si deseáis hacerlo por correo electrónico, escribidme a yo@saliadarunavuelta.com. También podéis informarme en los comentarios a este post. Dado que en unos cinco días estaré intentando el traslado, os agradecería la mayor celeridad posible.
Desde ya, mi más sincera gratitud.
Última edição por Renan Xavier; 20-02-12 às 11:27.
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La (alarmante) sucesión de problemas mecánicos de Fefa
Vaya por delante que este es un post que yo aborrezco escribir y muchos lectores detestarán leer. Me veo en la obligación de publicarlo porque hay determinados seguidores que, con vocecillas insidiosas, me insisten en que quieren saber qué diablos está pasando. Por lo tanto, haré una relación cronológica de todos los problemas mecánicos que ha ido acumulando mi maldita montura para saciar vuestra malsana curiosidad. Ni que decir tiene que los que, como yo, encontréis la mecánica de motos un tema tan fascinante como ver secar la pintura estáis eximidos de su lectura. No obstante, también hay consuelo cómico para mis amigos no-amantes de la mecánica, en concreto pueden saltarse la lectura hasta este punto en concreto para gozar como puercas de mis desventuras tragicómicas en Quito.
Intervención primera, antes de cruzar los Andes

Como bien sabréis, y ante los problemas que presentó Fefa para cruzar el Paso de Khunjerab entre Pakistan y China -tuvo que ser remolcada por una GS-, me decidí a ajustarle la carburación. En concreto, los chiclés de 135 fueron reemplazados por unos de 124. O algo similar. A lo mejor eran de 134 y le pusieron unos de 125. Los que saben de chiclés sabrán los números exactos. Esta intervención y los problemas que provocó ha sido ya descrita en el post Un serio problema de altura. La moto apenas consiguió cruzar los Andes sin una solución drástica: quitarle el filtro de aire. La intervención en el carburador la llevé a cabo en un taller de aspecto modesto regentado por un padre y su hijo. Lo encontré callejeando y preguntando en concesionarios de motos. Parecían saber de lo que hablaban.
Intervención segunda, diarrea de aceite
También he contado ya esta batallita. La puedes leer en Así en la tierra como en el cielo: camino a Machu Picchu. Básicamente, al ir a arrancar la moto tras un día de reposo, se cagó viva por las juntas del filtro del aceite. Al día siguiente llevé un mecánico para que le echara un vistazo, y al ir a comprobar el nivel de aceite, salió a borbotones todo su contenido mezclado con gasolina, en un más que espectacular chorro negruzco que empapó por completo el suelo del garaje del hotel. El mecánico en cuestión -de la casa oficial- se limitó a limpiar por dentro el estropicio, cambió el aceite, el filtro, y me dijo que quizá una motita de mierda había dejado abiertas las valvulitas del carburador, y que por la propia presión de la gasolina se me había llenado el motor. Arranqué y me fui tan contento.
Intervención tercera, adiós a la válvula Mikuni

La ñapa que hizo el impresentable de la casa oficial Honda de Tacna duró exactamente 370 kilómetros. En cuanto la moto llegó a Arequipa, empezó el calvario que me ha ido acompañando desde entonces. Al enfrentarse a una subida, la moto se ahogó y se apagó con un débil ronquido. Al acelerarla con el embrague puesto parecía entusiasmarse, pero perdía potencia al intentar despegar y se apagaba lastimeramente. Me fui en taxi a la zona de recambios de motos de Arequipa -un lugar que conviene visitar con calma: es pintoresco y entretenido- y preguntando a los espontáneos que aparecieron por ahí como hongos en el pan, me dirigieron al taller de un gurú local que tenía varias motos de gran cilindrada desmontadas en el local. El tipo me dijo al día siguiente que la había limpiado por dentro y que estaba como nueva. En concreto, recorrió cuatro kilómetros y volvió a desfallecer en una cuesta. Le confié la moto de nuevo y me largué a Machu Picchu. Por teléfono, me informó que la válvula de la gasolina -una válvula de vacío de la casa Mikuni que tuve que instalar para que succionara la gasolina del depósito XXL- estaba rota. Me instaló una válvula eléctrica china que tenía un aspecto frágil y algo patético, y como la Fefa arrancó con un sonido rotundo y poderoso, di por finiquitada la incidencia. Metí la válvula Mikuni bajo el asiento por si algún día la necesitaba -no confío para nada en la válvula china- y me fui petardeando rumbo al norte.
Intervención cuarta, casi me la quitan en Quito
La moto de vez en cuando ha ido teniendo sus achaques. Ahoguitos ligeramente alarmantes en las cuestas, pero nada que no haya podido solucionar con un poquito de paciencia y un enérgico empujón de acelerador. Hasta que salió de Quito. Quito está bastante alto, pero no lo suficiente como para parar a la moto. Quisiera repetir este dato: no lo suficientemente alto. Lo sé porque llevo el ojo puesto en el GPS desde Atacama. A estas alturas quizá hayas pensado que has resuelto el enigma, y te disponías a escribir en los comentarios “es un nuevo problema de altura, se resolverá cuando estés de nuevo al nivel del mar”. PUES NO. La moto, al enfrentarse a alturas superiores a los 2400, empieza a perder potencia y reduce su velocidad punta a los 70 por hora. Pero eso es todo. El problema que tiene es que se PARA al enfrentarse a las cuestas. Hace potpotpotpot y se para. Bueno, a lo que iba. Quito está como a dosmilypoco, y al salir de la ciudad te enfrentas a unas cuestas escalofriantes al pie de unos barrancos que parecen no tener fin. Está todo lleno de camiones, de polvo, de desvíos imprevisibles. En una de esas cuestas, como la cuarta o quinta, Fefa hizo de nuevo su numerito de potpotpotpot y desfalleció como una damisela fatigada. Inmediatamente, culpé a la válvula china. Triunfalmente, me dispuse a desenchufarla y a hacerle un bypass -aprovechando que tenía el depósito lleno y no necesitaba de su poder de succión-. Pero tuve la genial idea de encender la moto con la válvula desconectada, y un abundante chorro -semejante a la eyaculación de un perrillo- me manchó la pernera del pantalón. Por lo tanto, de la válvula china no es. Debe de ser el primer producto chino que no falla en todo el año 2011. Ahí, en medio del polvo, poco podía hacer. Pasaban los camiones y me pitaban con sus bocinas estruendosas que hacían que se cayeran pequeños regueritos de guijarros desde la loma de la montaña. La policía se escabulló cuatro o cinco veces mientras yo tenía la moto medio desmontada y miraba con impotencia lo poco que podía hacer allí, en la nada. Decidí intentar acercarla todo lo posible a Quito, al fin y al cabo ahí sabía que había seres humanos, hoteles, mecánicos. Conseguí moverla unos quinientos metros montaña abajo, pero en cuanto apareció la siguiente cuesta, potpotpotpot de nuevo. Me detuve al lado de un solitario tipo con rastas que me recordaban vivamente al culo de una oveja. Una de sus manos parecía la garrita de un loro. No sé qué diablos hacía allí, en ninguna parte, de pie al lado de la carretera como un soldadito de plomo asimétrico y zaparrastroso. El hombre me miró con desgana y siguió vigilando el asfalto, hasta que apareció un autobús que detuvo moviendo su garrita. Así pues, descubrí que había una forma civilizada de retornar a Quito. Detuve yo mismo otro autobús al cabo de unos minutos y me trasladé dando bandazos hasta una zona en la que había un mecánico, según el conductor, un hombrecillo rechoncho de rostro oliváceo que mascaba un mondadientes y profería insultos a voz en grito a los demás vehículos de la calzada. Se paró en seco en medio y medio de una autopista y me apuró:
- ¡¡¡AHÍ, AHÍ TIENE UN MECÁNICO!!!
Me bajé apresuradamente agradeciéndole su colaboración. Vi cómo el autobús se alejaba a toda prisa, cabeceando entre el tráfico de Quito. Y en ese momento, me di cuenta de que había dejado el casco bajo el asiento.
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La Panamericana del sur
A través de la ventana del diminuto cuchitril que servía como letrina, contemplé la figura luminosa de un enorme Cristo de hormigón en la cima de la colina, iluminado por potentes luces de un tono anaranjado.Casualmente, si te situabas para hacer pis de frente a la taza y levantabas la cabeza mirando por el boquete de la ventana, Cristo te contemplaba a ti, con los brazos abiertos, en gesto de perpetua misericordia. La cisterna borboteaba debilmente y mantenía un monótono diálogo con el grifo del lavabo, que goteaba a buen ritmo. En la puerta del baño podía leerse una pintada a favor de las FARC y el teléfono de alguien que prometía favores sexuales. Colombia. Jesús parecía flotar en la negrura, justo en el centro del marco de la ventana. Recordé a los militares que me había encontrado en todos los puentes del camino. Muchachos apenas, con uniformes de camuflaje dos o tres tallas más grandes de lo necesario, levantando sus pulgares en inequívoco gesto de “todo va bien, no te preocupes” al paso de los camiones y las furgonetas. Supongo que ese gesto era producto de una orden del alto mando para tranquilizar a la población o para caer bien al contribuyente.
En el Aeropuerto de El Dorado, Bogotá
Día 394 de viaje. 14ºC. Leyendo El Segundo Sexo, de Simone de Beauvoir

La primera vez que me encontré con la Panamericana, hacía largo rato ya que la recorría, pero no era consciente de ello. Un cartel escrito a mano con una flecha pintada señalando a la derecha, rezaba con letra temblorosa su mítico nombre a la salida de un área de servicio de restaurantes baratos. Chile. Pensé en hacerme una fotografía al lado del cartel, la típica imagen del conquistador que ha alcanzado un hito sin precendentes, doctor Livingstone supongo, pero supuse que me hartaría pronto de leer ese nombre. Al fin y al cabo, iba a acompañarme en los próximos nueve o diez mil kilómetros.
Chile es atravesado por una espina dorsal que lo surca veloz y sin ninguna misericordia. ¿Alguna vez has visto a Chile en un mapa? Es un país asombrosamente largo y endemoniadamente estrecho, con montañas escarpadísimas a la derecha que se precipitan al Océano por la izquierda casi en un suspiro. Si todos los argentinos se subieran a los Andes y se pusieran a hacer pis hacia el Pacífico, arrasarían con Chile sin dificultad alguna. Si no sales de la Panamericana, Chile es una larga recta aséptica con un trazado pluscuamperfecto de alquitrán grisáceo. A ambos lados de la carretera, como jirones de tela de saco atrapados por la arena, se repiten poblados mineros e industriales, paupérrimos y desolados, en los que no hay ni una mìnima concesión a la belleza o a la humanidad. A medida que Chile se acaba, va ganando poco a poco terreno un desierto atroz, primitivo y lunar. Enormes rocas prehistóricas, azotadas por el viento, se pierden en remolinos de arena y hacen compañía a endebles casetas de comida que subsisten precariamente con lo que la carretera les deja. La Panamericana serpentea con amplias curvas al borde de un mar violento y de un color azul denso y monótono. El cielo no muestra ni un mínimo vestigio de nubes en todo el horizonte. Muy al norte, casi al final de Chile, se alzan sin avisar los acantilados, y la Panamericana empieza a parecer un prodigio, aprovecha una mínima lengua de tierra para sortear el mar entre las mastodónticas paredes de piedra ocre. Atrapada entre el cielo, el Pacífico y las rocas arenosas, parece recordar que el ser humano es incapaz de dominar a la Pachamama, y depende de un pequeño descuido suyo para avanzar, para abrirse paso precariamente entre sus caprichos. Bastaría un pequeño gesto sin esfuerzo, un estremecimiento mínimo de Pachamama para desembarazarse de la carretera y sus pequeños pobladores de hojalata como un perro que se quita de encima a una molesta pulga sacudiéndose tras la siesta.

El pueblo que escribía en las montañas
Tras la frontera, una enorme llanura disuelta en la calima. Perú comienza. Dispersas en el horizonte, decenas de pequeñas cabañas cúbicas edificadas con cañas. Ahí dentro subsiste alguien. Sus moradores aparecen de vez en cuando como atareados arácnidos, cocinan algo en una fogata mínima a la puerta de la casa, los niños juegan con neumáticos o con el polvo y la arena o con un palo o con un trozo de plástico azul. Y el sol hace mutis por el foro discretamente dejando una estela color naranja pálido. Me llevo un susto de muerte al ver el precio de la gasolina, hasta que me entero de que aquí se mide en galones y no litros.
En la bulliciosa Tacna, bandadas enormes de palomas vuelan en formación militar sobre la plaza. Se cuentan por millares, son una enorme hélice de color plomo, van del tejado de las casas a la fuente, de la fuente a la fachada de la iglesia, y de ahí a los tejados de las casas y luego vuelven a empezar. Es un vals enloquecido y majestuoso a la vez. Aparece la primera chifa, que contemplo con curiosidad. Me sumerjo en las sutilezas del arroz chaufa, un plato compuesto de arroz frito y verduras, trozos de carne y tortilla de huevo con un sorprendente y refrescante toque de cilantro y jengibre. Tras Arequipa, aparecen las enormes extensiones de arena, y las rectas interminables adentrándose en la nada. Me paro a comer un cuy, y la dueña del restaurante me mira con profundo asco.
- ¿Va a comer cuy? -pregunta horrorizada sin dar crédito a lo que oye.

... continúa...
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Galería: Días en Ciudad de Panamá
Al salir del ambiente pulcro y gélido del aeropuerto, recibí una bofetada de humedad y de calor como pocas veces. Había pasado la noche tumbado en una butaca del aeropuerto sin pegar ojo, a la espera de que abriera el almacén de carga para recuperar a la Fefa muy temprano y tirar millas sin detenerme. Llegué renqueando y sudando a la valla tras la cual se apelotonaban fardos y cajas de todos los tamaños, y un par de estibadores se encargaron de marearme y llenar mi hueco cráneo de falsas esperanzas. Esperé bajo el sol mientras el calor iba haciéndose más denso y la camiseta se me pegaba lentamente a la espalda.

- No llegó todavía, helmano- me confesó al cabo de un rato uno de los estibadores rascándose la cabeza, desconcertado.
Mascullé entre dientes y decidí buscar alojamiento en Panamá City. La ciudad, desde el moderno autobús que la conecta con el aeropuerto, se mostraba coqueta y brillante como una perla. Desde lejos, parecía una metrópoli de cristal colgada sobre un mar liso, pulido, luminoso y rutilante como un espejo azul. Un enorme puente tras el que se divisaban las formas mastodónticas de los enormes buques de carga haciendo cola para entrar en el Canal, una línea dentada de rascacielos extravagantes desafiando la gravedad, decenas de carriles vacíos bajo un cielo de color garzo denso y salpicado de nubes esponjosas de formas caprichosas. Cuando el autobús descendió de los cielos, me encontré con una urbe atareada, decrépita y burbujeante: Cuando la Panamá de los grandes edificios se rinde, aparece la Avenida Central, una calle peatonal atiborrada de grandes almacenes al límite de la desintegración, casas de culto de sectas desconocidas, buscavidas al mando de un puesto de venta ambulante de prácticamente cualquier cosa, restaurantes baratos de autoservicio, y tiendas de baratijas de pinturas descascarilladas y linóleo borrado por las huellas del tiempo. Avanzas en la peatonal, y todo sabe y se siente a Caribe, desde la música que fluye por las esquinas a los aromas suculentos de papaya, mango, cilantro y piña, pasando por los rostros oscuros y los trozos de piel tersa expuestos al sol, el calor húmedo e insoportable, los culos bamboleantes de mujeres rollizas, las plantas creciendo espontáneamente en las grietas de las casas. No puedo dejar de sentir que estoy en La Habana, pero sin la desesperación mortal de aquella, que me asombró e indignó hace algunos años.
Me fui a alojar en el casco viejo, una desconcertante península al final mismo de la ciudad. Es uno de los rincones más esquizofrénicos que he visto en mi vida: comparten pared edificios en ruina y hoteles con encanto, iglesias derruidas con capillas coquetas encaladas con esmero, tascas hediondas y restaurantes chic, viviendas de diplomáticos y cuadras en las que se agolpan familias enteras entre escombros y basura. No entiendo cómo es posible semejante convivencia pacífica. Pero supongo que así es Panamá, el país en el que las flores más bellas brotan en medio de la mugre más hedionda, donde los mendigos de piernas costrosas no se resisten a bailar cumbias bajo la lluvia convirtiéndose en príncipes, donde los niños ríen y juegan ante los ancianos vencidos que lloran.
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Webcast: la bahía donde naufragaron los piratas
Como no tenía nada más que hacer en Ciudad de Panamá salvo esperar, decidí acercarme a la playa. No tenía más indicaciones que las que veía en el mapa, pero decidí que aquello sería lo suficientemente bonito como para entretenerme unos días al sol. La carretera estaba despejada, y en sus márgenes la vida se hacía notar en forma de pueblecitos ruinosos y paisajes verdes y frondosos trufados de flores carnosas y los lagos mansos que recordaban a manchas de mercurio salpicadas en medio de la maleza. Panamá me recordaba cada vez más a una Cuba ligeramente más próspera. Todas las guías advertían de que Colón es una ciudad a evitar por sus altos índices de delincuencia, y como no me apetecía especialmente sacar el spray de pimienta, enfilé rumbo a la costa noreste, a un pueblo con el prometedor nombre de Portobelo.
La ruta de repente se encuentra con el Caribe y empieza a torcerse y a describir enrevesadas curvas justo al borde del mar. Enormes palmeras a ambos lados de la carretera, playas del tamaño de un pañuelito, gigantescos árboles cubiertos de lianas, rostros morenos que se giraban con curiosidad algo fatigada al verme pasar, mariposas grandes como platos que se precipitaban ante el casco, ocasionales cangrejos de pinzas desproporcionadas saludando mi paso como pequeños fans enloquecidos, sapos globosos e hinchados como balones de fútbol chapoteando en los charcos del camino. Llegué a Portobelo, un pobladito diminuto de casas sucias y viejas encastrado al fondo de un puerto natural acogedor y defendido por fuertes en ruinas. La muchacha que atendía la decrépita oficina de turismo, vigilada por un maniquí negro de papel manché de aspecto algo siniestro, se limitó a masticar chicle con indiferencia y decirme con un acento muy cerrado que para conseguir alojamiento podía ir tanto hacia adelante como hacia atrás. Eso hice. Pronto me di cuenta de que los precios aquí no tienen nada que ver con los del resto del país. Me decidí por un pequeño hotel con un muelle mohoso y modestísimas habitaciones colgadas directamente a ras de mar. Cuarenta y cinco dólares, y no hubo manera de bajar de ahí. Los precios de las comidas eran tan altos que rescaté mi táctica de avituallarme en el supermercado como había hecho en Francia, un año atrás. No me extrañó lo más mínimo descubrir que la historia de Portobelo estaba íntimamente ligada con los piratas.

Portobelo, que hoy cuenta con menos de tres mil habitantes y agoniza de asco al borde de un mar turbio y más bien poco apetecible, fue uno de los puertos más importantes de la época colonial. Descubierto por Cristobal Colón en su cuarto viaje a las Indias, el puerto contaba con una bahía natural muy profunda que lo hacía ideal para embarcar el oro peruano rumbo a España. Así, los conquistadores crearon una ruta mulera que atravesaba medio continente, para concluir en la gigantesca aduana de Portobelo -todavía en pie desde el XVI, aunque poco le falta para desplomarse- donde se dice que estuvo alguna vez la tercera parte de todo el oro del mundo. En su época de apogeo, Portobelo acogía ferias mundiales que duraban más de un mes. Su Cristo negro era adorado con devoción. Un innumerable rosario de notorios piratas asediaron sus fortificaciones: Henry Morgan, al mando de una enorme flota de barcos y 450 corsarios, el sanguinario Edward Vernon, e incluso el famosísimo Francis Drake, que murió de fiebre en su bahía. A partir del siglo XVIII, Portobelo fue cayendo en el abandono y hoy es un agónico pobladito sobrevolado de cerca por pelícanos rollizos grandes como pterodáctilos y amenazadoras aves catártidas negras como el carbón.
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La tercera metamorfosis de Fefa
¿Le hase fotografíah a loh últimoh diabloh rojoh?- preguntó el hombre limpiándose las manos de grasa en un trapo que parecía la tripa de un carroñero prehistórico.
- Bueno, en realidad vengo a convertir mi moto en un diablo rojo.
El tipo levantó la mirada y descubrió a la Fefa delante del taller del artista decorador que había encontrado casi por casualidad a mi regreso de la inhóspita región de Darién.
- ¿Eso qué eh lo que eh’?- preguntó fascinado.
El día anterior me había parado en el fondeadero de autobuses que había divisado cuando iba de camino a Darién. Siempre que preguntaba a un conductor de autobús sobre dónde le habían decorado el vehículo, recibía respuestas más bien difusas, pero la consigna parecía ser que había que visitar un garaje donde fueran a parar todos al final de su ruta. Así que detuve la moto en aquel lugar que recordaba un campo de batalla y me acerqué a un grupo de hombres ociosos que me observaron con curiosidad desde sus sillas hundidas en el fango. Intercambiaron expresiones de desconcierto cuando supieron lo que estaba buscando, pero al fin uno se levantó, eufórico.
- ¡Rolando! ¡uté tiene que vel a Rolando!

Decorar a la Fefa con su nuevo look caribeño llevó cerca de tres horas y media de trabajo de dos personas. El coste de la operación fueron cuarenta dólares. Rolando resultó ser un tipo de pulso de acero, afable, algo perezoso y con gran talento con el aerógrafo. Lleva veintisiete años decorando camiones. Un día un tipo lo vino a buscar a su colegio -tenía catorce años- y se lo llevó a su taller. Y desde entonces no ha parado de dibujar Harry Potters, Jesucristos, Justin Beavers, hijos y madres de conductores, Gardfields y figuras mitológicas sobre fondos de castillos medievales. Lo que hizo en las maletas fue un compendio de muchas técnicas, desde el dibujo a mano alzada al encintado, pasando por todo tipo de artimañas para dibujar degradados. Mientras decoraba a Fefa, cantaba canciones de los Hombres G -todavía recordaba los conciertos que habían dado en Panamá- y bromeaba con el incesante trajín de visitantes que se pasaban por su taller a charlar, verlo dibujar, o simplemente guarecerse bajo su tejado de chapa de la tremenda tormenta tropical que caía casi eternamente aquella tarde.
Sobre si Fefa está más guapa… yo diría que está espectacular. Pero claro, para gustos colores.
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Del Tapón de Darién a los volcanes de Nicaragua: La esmeralda palpitante
La perra, un adefesio purulento y cubierto de costras, se puso a gemir lastimeramente como una puerta vieja que chirría. La intentaba violar con hastío un macho viejo, de testículos pelados como dos bolsitas de cuero pardo, que babeaba ligeramente y lo contemplaba todo con un único ojo adormilado y legañoso. Hacía un calor pastoso, denso, casi palpable, precursor sin duda de una tormenta de proporciones épicas. Intenté beber la Mirinda, pero una decena de moscas se habían aposentado en la boca de la botella, y no parecían muy interesadas en abandonar el festín. Hace sólo un año habría tirado la bebida. Hoy, simplemente pasé la mano para limpiarla un poco y eché otro trago con indiferencia. Se oían, a lo lejos, las vuvuzelas ciclópeas de una tormenta. A la pobre perra se le podían contar las costillas. No paraba de gimotear, cada embestida del macho era recibida con un chillido agónico y largo como un atardecer. Empezó a llover, y la imagen de los perros copulando tristemente se hizo todavía más patética. El macho dejó de zarandear la pelvis un instante y husmeó al aire. Su ojo derecho estaba oculto tras una enorme cicatriz caprichosa y áspera como una zanja, que le cruzaba la cara desde la frente a la quijada. Lluvia, lluvia y más lluvia. Los cielos se abrieron con fuerza, chisporroteaba la tromba sobre el tejadillo de zinc. El propietario chino del pequeño supermercado donde me había parado a guarecerme de la tormenta contó un fajo de billetes por enésima vez, mientras observaba de reojo un concurso de bailes de salón en el televisor, pequeño como un sello, que le hacía compañía. Contar los billetes era su tic. Lo hacía regular y mecanicamente.

En la Isla de Ometepetl, Nicaragua
Día 417 de viaje. 33ºC. Rerereleyendo Justine, del Marqués de Sade
El Tapón de Darién había sido tal quebradero de cabeza que sentía la necesidad de ir a conocerlo en persona. Había estado leyendo todo tipo de informaciones contradictorias relacionadas con presencia de guerrilla, poblados indígenas, fango, bestezuelas salvajes y controles militares de todo tipo y sentía que debía ir y contarlo. Así que el morro de Fefa apuntó hacia el este y, sin que sirva de precedente, retrocedí en mi periplo dirección a Colombia. Los primeros kilómetros del trayecto fueron extraordinariamente aburridos: a ambos lados de la carretera, salpicada de enormes y desconcertantes baches del tamaño y forma de cráteres lunares, anodinos campos de cultivo, hileras infinitas de bananeros, y vacas chepudas de aspecto sumamente estúpido. Pero entonces la jungla hizo acto de presencia. A mi alrededor, empezaron a chisporrotear las plantas, que estallaron al fin como fuegos artificiales: racimos prietos de troncos y ramas explotaban y se dividían exponencialmente: de un tronco salían cuatro ramas, de las cuatro dieciséis, de las dieciséis, sesenta y cuatro. Cada sesenta y cuatro ramas propagaban doscientas cincuenta y seis que a su vez albergaban mil veinticuatro hojas verdes, jugosas y crocantes, levantando al cielo sus puntas como lanzas ávidas de luz. Los árboles y los arbustos empezaron a devorar la carretera, formando una pared vertical de vida, y un techo frondoso que apenas dejaba pasar los rayos débiles del sol. Las plantas multicolores que agonizan en macetas de las casas de media Europa aquí parecen gigantes enardecidos: costillas de Adán del tamaño de catedrales, troncos de Brasil gruesos como muslos, racimos de heliconias que parecen ciudades enteras brillando cegadoras entre la maleza.

Y empezaron los controles militares. Muchachitos vestidos de caqui, soldaditos de plomo parando coches, haciéndose los importantes, y simulando investigar la carga de los pickups y los documentos de los sudorosos viajeros de los diablos rojos. En cada control, un cartel en el que un mulato ufano y sonriente declara, pulgar en alto, “yo ya me he desmovilizado: gracias a las ayudas del gobierno he dejado las armas y tengo casa propia y un trabajo con el que sostener a mi familia”. Hace calor, calor y más calor. Y amenaza lluvia una vez más. He descubierto que hay acá dos tipos de lluvia: la que cae fina y eterna todo el día sobre el lomo de la selva, y la que se ve venir desde lo lejos y se desmorona en tromba violenta durante media hora y luego desaparece de forma abrupta como se presentó.
Llego a un pequeño pueblo llamado Meteti donde un soldado en ropa de camuflaje me recomienda que me aloje en un hostalucho que parece un almacén o una fábrica de perfiles de aluminio. Ceno en un restaurante chino -lo único que hay abierto aquí- donde la comida es tan nauseabunda que roza el límite de lo tolerable. Me tumbo en la cama, completamente desnudo y cubierto de una fina película de sudor. Escucho los sonidos de la selva tras las mosquiteras oscuras. El cielo está encapotado y ha engullido a la Luna y a las estrellas. Sólo hay negrura, como una cortina de terciopelo, más allá del círculo de luz que arroja el hotelucho. Las gotas de lluvia resuenan sobre las enormes hojas de las plantas como golpeteos de una orquesta de tamboriles. Chirrian, rumian, canturrean y gimen todo tipo de pájaros e insectos desconocidos refugiados impunemente en la espesura negra. Intento identificar distintos animales en la fenomenal cacofonía, pero no lo consigo. Hay literalmente miles de idiomas paralelos improvisando una sinfonía fabulosa: ululares, chillidos, pitidos, carracas, cucúes, alaridos, gañidos, hipos, carraspeos, gemidos, trompeteos y chasquidos. Los sonidos extraterrenales me van adormeciendo poco a poco y mi propia conciencia se disuelve con el palpitar profundo de la selva que me rodea.

Un empujón más y llego al Tapón. Las guías de viaje lo habían descrito como una calle mortecina en la que cuatro o cinco casuchas languidecen a la espera de su definitiva disolución espontánea en una montañita de polvo. Pero no es así. La calle principal desemboca en un pequeño puerto de hormigón y barro en el que un grupo de militares aguardan a embarcar en una canoa de madera con capacidad para quince o veinte personas. Hay un gran jaleo causado por los estibadores espontáneos que están transportando fardos y piñas de plátanos desde el río a una decena de pickups aparcados en el lodo. Cuatro o cinco jangadas más surcan a toda velocidad el torrente de color chocolate con dirección a ninguna parte. Una gran lona de PVC atornillada en un arbol ofrece una recompensa de 200.000 balboas por información que conduzca a la detención de cuatro secuestradores-narcotraficantes-guerrilleros. Las calles de Yaviza tienen una actividad que, para este lugar del mundo, podría considerarse frenética. Me siento a refrescarme en un pequeño bar con terraza que da a la calle principal. Ante mi, un colmado en el que se venden bidones, pulseras, gafas de sol, fundas para machetes y baterías de coche. La presunta camarera, una mulata rolliza con cara de nada, se me queda mirando desde su silla.

Paso fugazmente de nuevo por Ciudad de Panamá para someter a Fefa a un lavado de imagen y prosigo rumbo al oeste.
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Costa Rica, primera edición
El final de Panamá es anodino de nuevo: parece que el país no puede ofrecerme ya más novedades. Paso la frontera muy tarde, casi coincidiendo con la puesta de sol. Alrededor de la aduana se agolpan decenas de paupérrimos centros comerciales atiborrados de productos chinos de pésima calidad, que se venden más baratos de lo normal porque el pueblo puede comerciar sin impuestos. El laberinto de tienduchas de electrónica cutre e imitaciones de perfumes y zapatillas de deporte rebosa de público que mira pero no compra. Dentro hace un calor de mil demonios, y siento la necesidad de apartar a todo el mundo a ostias para salir por pies de ese atolladero. Caigo a trompicones en Costa Rica. Cambiar de país es un fastidio, cuando te habías acostumbrado a la dinámica de uno has de aprender las reglas del siguiente: sus precios, el aspecto de sus cajeros automáticos, el estado de sus carreteras, la cortesía de sus conductores, o cómo se llaman las cosas. En Costa Rica lo primero que aprendo es que los hoteles se denominan cabinas y los restaurantes sodas. Y que los precios duplican los de sus vecinos.

Me sigue sorprendiendo lo mucho que cambia el mundo al otro lado de una línea imaginaria trazada por los hombres. Al pasar de Panamá a Costa Rica, aparecieron las flores. A millares. Emergían por doquier a ambos lados de la carretera, en las suaves lomas de césped de las cunetas, en las ventanas de las casas, en sus patios, colgando de los árboles y brotando espontaneamente en los tejados y la espesura de la selva. Dormí como un niño en un motel de carretera y, al día siguiente, descubrí que Costa Rica es mucho más frondosa que el tramo más exhuberante de Panamá. Aquí la selva es como un enorme útero jugoso, el país es una vagina latiente, húmeda, recubierta de humores y burbujeante de vida. Selva y más selva brota, mana, explota y se extiende a ambos lados de la carretera. Mariposas del tamaño de platos de té revolotean sobre la carretera y se cuelan en el casco. Iguanas de un rabioso verde fluorescente se cruzan en mi camino y salen huyendo al verme avanzar. Pequeños titíes, rápidos como un rayo, saltan de las ramas de los árboles y emergen de la espesura los coaties husmeando el cielo con sus hocicos curiosos. Bandadas de pájaros negros como el carbón se disputan la supremacía de los cielos haciendo un ruido ensordecedor. Es un vergel tan denso que adormece los sentidos y desafía la capacidad de las pupilas. Una gema que palpita. Aquí la selva, además, huele densamente. Huele a sexo, un olor profundo, gaseoso, casi comestible, acre, denso, pesado, embriagador y jugoso. Después de las lluvias de la tarde ese olor se hace más penetrante y sutil, más afrutado y armónico, como si los perfumes de todas las plantas convivieran en una acorde cósmico mezclados y entrelazados con los gases de la atmósfera y el ozono de la tormenta.
Momentos de Costa Rica

Cabeceo suavemente evitando los baches y al dar una curva me encuentro con una estampa inolvidable: un hombre gordo, montado a caballo, con la camisa abierta mostrando su tenso vientre cubierto de sudor, tira fuertemente de una cuerda arrastrando una vaca gigantesca de enorme chepa. Un perro voluminoso y lanudo ladra fuertemente a la vaca, intenta morderla, y la vaca amaga una cornada. Detrás, otro jinete tira de otra cuerda intentando dominar al animal. Es una estampa racial, primitiva y salvaje. Los dos hombres, con el rostro contraído por el esfuerzo, sudan y se retuercen para reducir a la enorme vaca, sus caballos piafan nerviosos, y el perro lanza bocados a los cascos de la fiera encordada y pega saltos imposibles para evitar la cornada.
El mundo desde la moto me está regalando permanentemente estampas así: destellos inesperados de la vida de otras personas que se vuelven eternos en mis pupilas. Esa campesina alzando sobre su cabeza un cántaro pesado, la muchacha que ríe a carcajadas en la cabina de teléfono, la pareja que se besa furtivamente en la barandilla de un puente, los gemelos que pelean por una pelota, la anciana que extiende una sábana en el pasto, el hombre rudo apoyado en su pickup, los párvulos izando la bandera en el patio de la escuela, las hordas interminables de ejecutivos correteando por las aceras. Todos forman parte de una estampa global de este mundo extraño y contradictorio que recorro.

Un lector de la web me ha regalado la ruta que debo seguir. Paso muy fugazmente por Costa Rica para ahorrar. Ha sido ya inoculada con el veneno del gafapastismo, así que los hoteles duplican y triplican los precios por llamarse Lodge, Spa, Inn, Eco, Boutique o cualquier combinación de esos elementos. La carretera que bordea la costa muestra playas de arena negra y cantos rodados, de un mar cálido y umbrío, rodeadas de una densa espesura de palmeras y plantas selváticas. Como voy a volver por el lado del Caribe, no siento demasiado remordimiento al cruzar el país en tres días. Son tres días hermosos, con la perpetua amenaza de la lluvia densa cerniéndose sobre mi cabeza y el borrón verde de la selva inundando el pequeño mundo. Sólo me falta soñar también cuando duerma.

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Hacia los volcanes de Nicaragua
La frontera de Nicaragua es genuinamente surrealista. Nada más llegar, el suelo se convierte en un lodazal y un enjambre de conseguidores rodean a Fefa y señalan a todas partes intentando desorientarnos. Todos ellos se ofrecen a engrasar mi papeleo. Uno de ellos se pone especialmente pesado.

- ¿Tengo pinta de no saber pasar una frontera, hermano? – le pregunto finalmente, mosqueado.
- Acá es más difísil.
- ¿Qué va a ser difícil? Control de pasaportes, control de aduana, fin del asunto.
- Ah, si eh tan fásil pueh adelante- me contesta enigmáticamente. Eso me pone en alerta roja, así que entablo conversación con una pareja de moteros que llevan unas custom chinas a las que han pegado pegatinas de Harley Davidson. Visten integramente de cuero, llevan cadenas colgando, y en general se esfuerzan bastante por parecer fieros y despiadados. Ellos sí han pagado a un conseguidor, aunque el muchacho no parece demasiado eficiente. Me entero de que hay que conseguir un seguro, fotocopias del carnet de conducir, del permiso de circulación y del pasaporte. Los moteros me guardan el turno en la cola y yo corro bajo la lluvia a buscar un sitio donde hagan fotocopias. Lo encuentro pasando una valla mortal que vaticina un poco cómo será el país que me voy a encontrar a continuación. Nada más pisar territorio nicaragüense, salta sobre mi una nueva remesa de conseguidores agitando los brazos. Corro hasta la jurásica fotocopiadora ignorándolos a todos.

- Sólo córdobas, señor- dice impertérrita la muchacha del mostrador. Sólo moneda local. Salgo al exterior con un billete de cinco dólares y lo agito sobre mi cabeza.
- ¡¡¡CAMBIO!!! ¡¡¡CAMBIOOOOOO!!!-grito a la muchedumbre. Aparece un tipo orondo que se lleva mi billete y me realiza la peor conversión del mundo.
El hombrecillo que me vende el seguro viene a recibirme a la puerta de su kioskito, rellena formularios con una torpeza que haría chillar a una estatua de bronce y me indica que tengo que pagar una tasa de noséquécojones en el local de enfrente. Más tarde descubriré que en Nicaragua hay que pagar tasas de noséquécojones practicamente en todas partes y por cualquier cosa. Abono la tasa religiosamente, y ahí me indican que antes de proseguir tengo que fumigar la moto, para evitar la propagación de la avalancha de enfermedades que provienen desde Costa Rica en la inmaculada y aséptica Nicaragua. Así que monto sobre Fefa bajo el chaparrón, y la llevo a efectuar una fumigación completamente inútil que se disuelve bajo la lluvia en cuanto la aplican. Otra tasa de noséquécojones para el fumigador y retorno al control de pasaportes. No se ha movido nadie allí. Los moteros radikales me saludan con gran alegría. Uno de ellos está obsesionado con la Blackberry, y dice que está llamando a noséqué ministro de Honduras para que lo cuelen. Parece que el ministro se le resiste.

El funcionario que me sella el pasaporte una hora después me indica que debo abonar otras dos tasas de noséquécojones en su ventanilla. Me extiende los recibos y me dice enigmaticamente que ahora debo buscar al policía. Busque al policía. Una rápida consulta a varios individuos en uniforme revela que el policía se ha ido a comer, así que aparco a Fefa bajo un tejadillo de chapa y me siento a charlar con los moteros radikales. Pasa una hora. Y media. Aparece por fin el policía mascando un palillo.
- Quiero una fotocopia del pasaporte, otra del permiso de circulación, otra del carnet de conducir-. Lo dice con sorna, como si estuviera acostumbrado a encontrarse con gente que no está preparada para ese momento. Se los extiendo ante sus narices, y los contempla desilusionado. Firma, sella, cuña y me manda a pagar una tasa de noséquécojones a otra ventanilla que está en la otra punta de la aduana. Llevo ya cuatro horas parado en aquel lugar cubierto de fango y devorado por las moscas. Tras pagar la tasa y recibir un papel a cambio, retorno a la caseta de mi amigo el policía. Firma, sella, cuña y me anuncia por fin que me puedo marchar. No me lo creo.

Empaqueto mis cosas, me subo a la moto, busco una salida entre los escombros, las vallas de alambre y los edificios de oscuro propósito. Allá, allá al fondo parece que hay algo así. Corro hacia la luz al final del túnel, un tipo me pide la documentación, revisa que todo está en orden y levanta la barrera. Y entonces se interpone ante mi otro sujeto, me da el alto, y me dice muy serio:
- Tiene que ir ahí a abonar la tasa del ayuntamiento.
Empecé a reirme como un tonto. Estuve riendo a carcajadas mientras pagaba la tasa de noséquécojones, mientras me volvía a subir a la moto bajo la lluvia, mientras me despedía del desconcertado hombrecillo, y mientras recorría los treinta kilómetros que me separaban de San Jorge, el puerto al borde del Gran Lago de Nicaragua donde tomaría un ferry para visitar la isla de los dos volcanes.

Sin ser tan exhuberante como Costa Rica, Nicaragua empezó a gustarme más desde el primer kilómetro. Llegué a un pueblecito apacible al lado de una terminal de ferries bastante ajada y, a la mañana siguiente, descubrí que la bruma se había disipado sobre el lago que tenía delante de mi habitación y, en la lejanía, se perfilaban las siluetas gemelas de los dos volcanes de la Isla de Ometepetl -dos montañas, en lengua náhuatl-. Fefa y yo nos subimos al ferry -una chalupa oxidada que transportaba todo lo que necesitaban las 35.000 personas que habitaban la isla- no sin antes abonar una tasa de noséquécojones y pasamos una hora y media contemplando cómo los volcanes se iban acercando, amenazadores. Uno de ellos, el Concepción, humeaba copiosamente. Al desembarcar, como era de esperar, apareció otro tipo en el camino solicitando su tasa. La pequeña población que me recibió me recordó vivamente a Nepal: una agrupación de hostalitos baratos adaptados al gusto occidental: plumcakes, tortitas, wifi, letreros anunciando cosas orgánicas, light y telefonía IP. Al abandonar la isla, al día siguiente, tras un precario viaje en el techo de una canoa mugrienta que se abombaba peligrosamente bajo el peso de Fefa, enfilé rumbo a una preciosa ciudad colonial de casitas de colorines y calles empedradas atestadas de carricoches de caballos. Granada. La otra Granada, claro. Ahí Nicaragua empezaría a conquistarme de verdad.
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